LAS IGLESIAS QUE FALLAN EN CUANTO A DIOS FALLAN TAMBIÉN EN CUANTO A LA ADORACIÓN
CAPITULO 8
Hasta que todos lleguemos a la unidad de la Fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, a la con¬dición de un hombre maduro, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo: Para que ya no seamos niños, zarandeados por las olas y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error.
Sino que aferrándonos a la verdad en amor, crez¬camos en todo hacia aquel que es la cabeza, esto es. Cristo,
De quien todo el cuerpo, bien ajustado y trabado entre sí por todas las junturas que se ayudan mutuamente, según la actividad adecuada de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.
Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los demás gentiles, que andan en la vanidad de su mente.
Teniendo el entendimiento entenebrecido, ex¬cluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos, por la dureza de su corazón, Efesios 4:13-18
MUCHAS PERSONAS QUE creen que «nacieron en el seno de la iglesia- y muchas que dan por supuestas sus tradiciones eclesiales nunca dejan de preguntar: «¿Por qué hacemos lo que hacemos en la iglesia, y lo llamamos adoración?*
Parecen tener muy poco conocimiento acerca de -y probablemente menos aprecio hacia-, la clase de cre¬yentes cristianos a los que Pedro describe como «real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido».
Permitid que os haga entonces la pregunta que tantos hombres y mujeres de antecedentes religiosos nunca llegan a preguntar: ¿Cuál es la verdadera definición de la iglesia cristiana? ¿Cuáles son los propósitos básicos para su existencia? Permitidme que os responda a ello.
Creo que una iglesia local existe para hacer corpo¬rativamente lo que cada creyente cristiano debiera estar haciendo individualmente: adorar a Dios. Es para pro¬clamar las excelencias de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a Su luz admirable. Es para reflejar las glorias de Cristo siempre resplandeciendo sobre nosotros por medio de los ministerios del Espíritu Santo.
Voy a deciros algo que os sonará a extraño. Incluso me suena extraño a mí al decirlo, porque no solemos oírlo dentro de nuestros círculos cristianos. Somos salvos para adorar a Dios. Todo lo que Cristo ha hecho por nosotros en el pasado y lo que está haciendo ahora conduce a este fin.
Si negamos esta verdad y decimos que la adoración no es realmente importante, podemos dar la culpa a nuestras actitudes por la gran detención en el creci¬miento en nuestros círculos cristianos.
¿Por qué debería ser la iglesia de Jesucristo una es¬cuela espiritual en la que apenas si alguno se gradúa del primer grado? Ya conocéis el chiste acerca de un hombre al que le preguntaron si había recibido una buena educación. «Supongo que sí", contestó él. «Pasé cinco años en el cuarto grado.
No hay humor en la confesión de nadie, hombre o mujer, de que debería ser un buen cristiano, habiendo pasado los últimos diecinueve años en los grados segundo y tercero de la comunión cristiana. ¿Cuándo ha descubierto a alguien en las Escrituras que la iglesia cristiana mantiene la proposición de que todos deberían quedar estáticos? ¿De dónde vino el concepto de que si eres cristiano y estas en el redil de la fe no necesitas crecer? ¿En base a qué autoridad no debemos preocuparnos acerca de la madurez cristiana y del desarrollo cristiano? Pregúntale a la gente de la iglesia por qué se convir¬tieron y recibirás esta respuesta: «¡Para poder ser felices, felices, felices! Todo el que sea feliz que diga ¡Amén!"
Esta condición no es algo aislado. Es la misma por toda América del Norte y mucho más allá. Supongo que estamos por todo el mundo seriamente ocupados en evangelismo. y haciendo más alumnos de primer grado. Parece ser una idea brillante y extensamente acepta¬da que podemos mantener a los convertidos en el primer grado hasta que el Señor venga, y entonces Él les dará el gobierno de cinco ciudades.
Ahora bien, los que me conocéis bien sabéis que no he dicho estas cosas acerca de la iglesia en un esfuerzo por parecer penetrante ni para divertirme a costa de la iglesia. Desde luego, no las he dicho en ningún esfuerzo por parecer más santo que tú».
Vivimos en un tiempo en que el Espíritu de Dios nos está diciendo: ¿Cuán genuino es tu interés por los hombres y mujeres en perdición? ¿Cuan reales son tus oraciones de interés por la iglesia de Cristo y su testimonio al mundo? ¿Cuánta agonía sientes en tu alma acerca de las presiones de esta vida y de la sociedad moderna en su relación con el bienestar espiritual de tu propia familia?»
Les haremos mucho daño a la iglesia y a aquellos a los que amamos y por los que sentimos interés si no reconocemos la manera de tiempo terrible que nos ha toca¬do vivir. ¿Serás tan insensato como para pensar que todo va a permanecer tal como está, semana tras semana, mes tras mes, año tras año?
Probablemente estemos más familiarizados con la historia canadiense, americana y británica que con la del resto del mundo.
Pero será bueno recordar la historia y la suerte de Roma. Uno de los imperios más civilizados que haya conocido el mundo, Roma cayó como un gran árbol podrido. Seguía teniendo poderío militar y exhibición de poder en lo exterior. Pero Roma se había desmoronado interiormente. Roma estaba entregada a los excesos de comida y bebida, a los juegos circenses y a los placeres y, naturalmente, a una concupiscencia e inmoralidad sin freno.
¿Cuál fue el gran ejército que destruyó el Imperio Romano?
Roma cayó ante las hordas de los bárbaros del norte -los lombardos, los hunos, los ostrogodos-, gentes que no eran siquiera dignos de cuidarse de los zapatos de los romanos. Roma se había engordado, debilitado y vuelto descuidada y sin vigilancia. El Imperio Romano en Occidente terminó cuando su último emperador, Rómulo Augusto fue depuesto el 476 d. C.
La tragedia que sucedió a Roma desde el interior es la misma clase de amenaza que puede dañar y hacer peligrar a una iglesia complacida y mundana desde el interior. Es difícil para una iglesia orgullosa y desinteresada funcionar como una iglesia espiritual, madura y adoradora. Hay siempre el peligro inminente de fracaso delante de Dios.
Muchas personas leales a la iglesia y a las formas y tradiciones niegan que el cristianismo esté mostrando daño alguno en nuestro tiempo. Pero es la hemorragia interna la que trae muerte y descomposición. Podemos quedar derrotados en la honra en que sangremos dema¬siado por dentro.
Recordemos las expectativas de Dios acerca de la iglesia cristiana, de los creyentes que constituyen el invisible Cuerpo de Cristo.
Nunca estuvo en el plan revelado de Dios que las iglesias cristianas degenerasen hasta el punto en que comenzaran a funcionar como clubes sociales. La comu¬nión de los santos que presenta la Biblia nunca depende de la variedad de conexiones sociales sobre las que reposan las iglesias en estos tiempos modernos.
La iglesia cristiana nunca fue constituida para que funcionara como un foro de los acontecimientos recientes. Dios no propuso que una revista de noticias popu¬lares viniera a servir de libro de texto, proveyendo la rampa desde la que pueda despegar una discusión secular y emprender el vuelo.
Puede que me hayas oído hablar acerca del arte dramático y de las actuaciones, de hacer ver y de hi¬pocresía. Si es así, no te sorprenderás cuando te diga, sin ambigüedades, que la iglesia de Jesucristo nunca fue constituida para convertirse en un teatro religioso. Cuando edificamos un santuario y lo dedicamos a la adoración de Dios ¿estamos entonces obligados a pro¬veer un lugar en la iglesia para que unos faranduleros exhiban sus talentos de aficionado?
No puedo creer que el santo, amante y soberano Dios que nos ha dado un plan de salvación eterna basado en los sufrimientos y la muerte de nuestro Señor Jesucristo pueda complacerse cuando Su iglesia se convierte en cualquiera de estas cosas.
No somos ni tan santos ni tan sabios que podamos argumentar en contra de las muchas declaraciones en la Biblia que nos exponen las expectativas de Dios con respecto a Su pueblo, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
Pedro nos recuerda que si somos creyentes que ate¬soramos la obra de Cristo en nuestro favor, somos un linaje escogido, un sacerdocio regio, una nación santa, un pueblo especial y peculiar, adquirido por Dios. Pablo le dijo a los atenienses que un creyente e hijo de Dios efectivo y obediente vive y se mueve y tiene su ser en Dios.
Si estamos dispuestos a confesar que hemos sido lla¬mados de las tinieblas para mostrar la gloria de Aquel que nos ha llamado, deberíamos estar también dispues¬tos a dar los pasos que sean necesarios para cumplir nuestra sublime vocación y llamamiento como la Iglesia del Nuevo Testamento.
Hacer menos que ello es fracasar absolutamente. Es fallarle a nuestro Dios. Es fallarle a nuestro Señor Jesucristo que nos ha redimido. Es fallarnos a nosotros mismos y fallarles a nuestros hijos. Es fallarle también miserablemente al Espíritu Santo de Dios que ha venido del corazón de Jesús para hacer en nosotros las obras que sólo pueden ser llevadas a cabo por parte de Dios mediante un pueblo santo y santificado.
En este concepto total de la iglesia cristiana y de los miembros que la componen, hay dos maneras en las que podemos fallarle a Dios. Podemos frustrarle como iglesia, perdiendo nuestro testimonio corporativo. Generalmente relacionado con este fracaso va nuestro fracaso como cristianos individuales.
Nos miramos el uno al otro y empleamos uno de los argumentos más antiguos: «Bueno, esta clase de fallo no puede, desde luego, sucedemos a nosotros aquí.»
Si somos cristianos preocupados y dados a la oración, recordaremos una pauta. Cuando una iglesia se debilita, en cualquier generación, dejando de cumplir los pro¬pósitos de Dios, se apartará totalmente de la fe en la siguiente generación.
Así es como penetra la decadencia en la iglesia. Así es como entra la apostasía. Así es como se descuidan los fundamentos de la fe. Así es como salen a superficie opiniones liberales e inciertas acerca de la sana doctrina
cristiana.
Es una realidad seria y trágica que una iglesia puede realmente fallar. El punto de ruptura llegará cuando deje de ser una iglesia cristiana. Los creyentes que queden sabrán que la gloria se ha ido.
En los días de la peregrinación de Israel, Dios dio la nube visible de día y la columna de fuego de noche como testimonio y evidencia de Su gloria y constante protec¬ción. Si Dios siguiera dando las mismas señales de Su Presencia permanente, me pregunto cuántas iglesias tendrían la aprobadora nube de día y la columna de fuego de noche.
Si tienes alguna percepción espiritual en absoluto, no me será necesario declarar que en nuestra generación y en cada comunidad, grande o pequeña, hay iglesias que existen meramente como monumentos de lo que solían ser. La gloría se ha ido. El testimonio de Dios y de la salvación y de la vida eterna es ahora sólo un sonido incierto. El monumento está ahí, pero la iglesia ha fracasado.
Dios no espera de nosotros que abandonemos, que cedamos, que aceptemos la iglesia como es y que demos nuestro asentimiento a lo que está sucediendo. El espera que Sus hijos creyentes midan la iglesia frente a las normas y bendiciones prometidas en la Palabra de Dios. Entonces, con amor v reverencia y oración, conducidos por el Espíritu de Dios, trataremos quieta y paciente¬mente de alinear la iglesia con la Palabra de Dios. Cuando esto comience a suceder y la Palabra de Dios reciba su lugar de prioridad, la presencia del Espíritu Santo volverá a resplandecer en la iglesia. Esto es lo que mi corazón anhela ver. Ahora bien, la segunda cosa es la cuestión de los indi¬viduos que le están fallando a Dios.
Dios tiene sus propios propósitos en la creación de cada hombre y mujer. Dios quiere que conozcamos el nuevo nacimiento de lo alto Quiere que conozcamos el significado de nuestra salvación Quiere que seamos llenos de Su Espíritu. Quiere que conozcamos el signi¬ficado, de la adoración. Quiere que reflejemos la gloria de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a Su luz admirable.
Si fallamos a este respecto, ¡mejor nos iría no haber nacido! La realidad está bien clara: No hay camino de
vuelta. Después de haber nacido de lo alto, no hay camino de vuelta. Somos responsables y tenemos que dar cuenta. ¡Cuan terriblemente trágico ser una higuera estéril, con la exhibición externa de hojas y creci¬miento, pero no habiendo nunca producido ningún fruto! ¡Cuan terrible conocer que Dios quería que reflejáramos Su hermosa luz,"y tener que confesar que estamos quebrados y que somos inútiles e incapaces de reflejar nada!
Ten la certeza de que seremos conscientes de nuestra pérdida, amigo mío. Lo seremos. Lo que más sobresalto da y más terrible que tenemos como seres humanos es la consciencia eterna que Dios nos ha dado. Es una consciencia de ser y de estar, una sensibilidad que Dios mismo nos ha dado, una capacidad de sentir.
Si no hubiéramos recibido esta sensibilidad, nada nos haría daño, porque nunca seríamos sensibles a ello.
El infierno no sería infierno si no fuera por la sensi¬bilidad que Dios ha dado a hombres y mujeres. Si los humanos fueran simplemente a dormir en el infierno, el infierno dejaría de serlo.
Mi hermano cristiano, mi hermana cristiana, da gra¬cias siempre a Dios por los maravillosos dones de la sensibilidad, de la conciencia y de la elección humana que Él te ha dado. ¿Eres fiel como creyente en Cristo allí donde Él te ha puesto?
Si Dios te ha llamado de las tinieblas a Su luz, deberías estar adorándole. Si te ha mostrado que debes proclamar las excelencias, las virtudes, la hermosura del Señor que te ha llamado, entonces deberías estar hu¬milde y agradecidamente adorándole con la radiancia y bendición del Espíritu Santo en tu vida.
Es triste que los humanos no siempre funcionamos gozosamente para Dios en el lugar que El nos ha señalado. Podemos incluso permitir que minucias, pequeños incidentes, perturben nuestra comunión con Dios y nuestro testimonio espiritual por Aquel que es nuestro Salvador.
Una vez tuve una oportunidad de predicar desde otro pulpito, y después del servicio estaba sentado en un restaurante con el pastor. Un hombre se acercó a nues¬tra mesa acompañado de su mujer, y se detuvieron un momento para hablar.
«Me gocé en escucharle hoy, señor Tozer», dijo él. «Fue como en los viejos tiempos.»
Había lágrimas en sus ojos y una suavidad en su voz al recordar un incidente minimo en la vida de nuestra iglesia hacía años. -Insensatamente, salí, y hoy fue un recuerdo de lo que me he estado perdiendo-, dijo. Luego, se excusó, y la pareja se despidió.
Aquel hombre era totalmente consciente de las consecuencias de las erróneas decisiones y juicios preci¬pitados aparte de la conducción del Espíritu de Dios. Sé muy bien que él no estaba refiriéndose a mi sermón ni a mi predicación. Estaba hablando de fidelidad a la Palabra de Dios. Estaba hablando acerca de la dulce comunión llenadora de satisfacción entre aquellos que aman al Señor. Estaba hablando de la pérdida de algo intrínseco y hermoso que sólo podemos tener en nuestra obediencia a la voluntad revelada de Dios.
No hay límites para lo que Dios puede hacer por medio de nosotros si somos su pueblo obediente y purificardo, adorando y exhibiendo Su gloria y fidelidad.
Tenemos que tener una sensibilidad, también, de lo que están haciendo el pecado y la impureza a todo nues¬tro, alrededor. El pecado no reconoce ninguna especie de frontera ni limite. El pecado no opera exclusivamente en los guetos. Allí donde estemos, en los suburbios o en el campo, el pecado es pecado. Y allí donde hay pecado, el diablo ruge y los demonios andan sueltos.
En esta clase de mundo lleno de pecado, ¿qué estás haciendo con la luz espiritual y la sensibilidad que Dios te ha dado? ¿Dónde te encuentras con Dios en tus amistades, en tus placeres en las complejidades de tu vida diaria?
Los psicólogos nos han estado diciendo durante algún tiempo que no tendremos tantos problemas si podemos llegar al punto en que no dejemos que nuestra religión nos «inquiete». Se nos dice que podemos eliminar la mayor parte de nuestros problemas personales librándonos de nuestros complejos de culpa.
Me siento agradecido de que Dios nos haya hecho con una sensibilidad eterna, y que Él sabe cómo poner sobre nosotros el cuidado e interés apropiados.
Hay gente que me visita buscando guía y consejo espiritual. Pero es poco lo que puedo hacer por ellos. Cuando una persona llega al lugar de sumisión y obe¬diencia. Dios ha prometido que Él dará a aquella persona toda la consolación que necesita.
Después de llegar a Toronto, una joven culta y atrac¬tiva pidió hora para verme en mi oficina. Cuando llegó, estuvimos hablando un momento para conocernos, y luego fue al grano. Me dijo que estaba angustiada por sus relaciones lesbianas con su compañera de habita¬ción. Añadió que ya había hablado acerca de esto con otros profesionales. Recibí la clara impresión de que esperaba que le asegurara que lo que estaba haciendo era permisible en nuestros días.
En lugar de ello, la confronté directamente. -Joven-, le dije, -usted es culpable de sodomía, y Dios no va a darle a usted ninguna aprobación ni consolación hasta que se aparte de su pecado conocido y busque Su perdón y purificación».
Supongo que necesitaba oír esto», admitió ella. Como ministro y consejero cristiano, no tenía mane¬ra alguna de poder consolar a aquella muchacha y sua¬vizar el dolor de la culpa que estaba experimentando en lo más hondo de su ser. Ella tendría que soportarlo hasta el momento de la decisión, en que confesara su pecado y se zambullera por fe en aquella fuente purificadora llena de sangre de las venas de Emanuel.
Éste es el remedio, ésta es la consolación y la fuerza necesaria que Dios ha prometido a aquellos cuya consciencia y sensibilidad los ha conducido al arrepenti¬miento, al perdón y a la sanidad.
Dios nos asegura de muchas maneras que Su pueblo adorador será un pueblo purificado, un pueblo que se deleite en las disciplinas espirituales de una vida que complace a Dios.
Nadie que haya hallado las bendiciones de, la pureza y el gozo en el Espíritu Santo puede jamás conocer la derrota. Ninguna iglesia que haya descubierto el deleite y la satisfacción de la adoración arrobada que brota automáticamente del amor y obediencia a Dios puede jamás perecer.
¡Jesús es el Señor!