El misterio de
LA VERDADERA ADORACIÓN
En tu gloria sé prosperado; cabalga sobre palabra de verdad, de
humildad y de justicia, y tu diestra te enseñará cosas terribles.
Salmo 45:4
Al analizar el tema de la adoración, nunca podré enfatizar lo suficiente que está rodeada de misterio, y bendito el cristiano que penetra en este y lo descubre. La adoración cristiana genuina no aumenta o disminuye según la voluntad del hombre, porque solo existe un objeto digno de la adoración humana: Dios.
Ojalá pudiera expresar con precisión la gloria de aquel a quien debemos adorar. Si pudiéramos expresar esos miles de atributos que habitan en la luz inmarcesible, donde ningún hombre puede verlo y seguir viviendo (Dios plenamente eterno, omnisciente, omnipotente y soberano), nos sentiríamos muy humillados. El pueblo de Dios no es tan humilde como debería serlo, y creo que esto se debe a que no vemos de verdad a Dios en su soberanía.
Se nos manda que adoremos al Señor, y me pregunto cómo podría ser que nosotros los cristianos cayéramos de rodillas ante un hombre para decirle: “Tu trono, oh Dios, es para siempre”.
No existe ningún hombre ante quien yo pueda arrodillarme y llamarlo “Dios”, con la única y suprema excepción del hombre Cristo Jesús, aquel a quien los profetas vieron en visiones, y a quien le dijeron: “Tu trono, oh Dios”.
Todo misterio está rodeado de cierta confusión. ¿Cómo podemos escapar de ese estado de confusión si existe un solo Dios y no otro? ¿Y cómo podemos decir que Jesucristo es un hombre y que se nos enseña que jamás adoremos a un hombre? ¿Cómo podemos arrodillarnos delante de Él para adorarlo? Aquí está el gran misterio. Permanezco de pie, descubierto ante él, me arrodillo, me descalzo frente a esta zarza ardiente y confieso que no lo entiendo. Este misterio envuelve mi corazón, y me inclino con reverencia y sumisión.
Dicho con sencillez, el misterio radica en que Dios y el hombre están unidos en una sola persona, no en dos. Todo lo que es Dios y lo que es el hombre se encuentran fusionados eterna, inexplicable e inseparablemente, en el hombre, Jesucristo. Cuando nos arrodillamos ante el hombre, Cristo Jesús, de hecho nos arrodillamos delante de Dios.
El Antiguo Testamento ilustra esto con la imagen de Moisés delante de la zarza ardiente. El fuego ardía en la zarza, pero esta no se consumía. Moisés instintivamente se arrodilló delante de la zarza y adoró a Dios. Él comprendió que Dios estaba en aquella zarza. Era una zarza normal y corriente hasta que la presencia del Padre la inundó y la hizo arder. Aquellos que no hubieran visto el fuego de la zarza podrían haber acusado a Moisés de idolatría, por no saber que el fuego al que él adoraba no era otro que Jehová.
Supongamos que hubiera habido algunos israelitas que conocían la enseñanza de Abraham de que solo hay que adorar a un Dios. Supongamos que hubieran visto a aquel hombre de rodillas ante una zarza, con el rostro entre las manos, ocultando la cara, pero no hubieran logrado ver el fuego. Hubieran dicho, y con razón: “¿Qué haces adorando una zarza? ¡Eres un idólatra! ¿No conoces lo que dicen las Escrituras?”.
Por supuesto, Moisés no estaba equivocado. Conocía las Escrituras, pero también sabía lo que los otros ignoraban. Sabía que la zarza y el fuego estaban unidos y fundidos delante de él. En esencia, eran una sola cosa. La naturaleza de la zarza y la naturaleza de Jehová estaban unidas en un solo objeto. La zarza no se consumía, y Moisés no adoraba al arbusto, sino al Dios que habitaba en él. Por consiguiente, se arrodilló delante de la zarza. Admito que esta es una ilustración imperfecta y no del todo adecuada; porque en cuanto el fuego se apartó de la zarza, esta volvió a ser un simple vegetal, y ningún hombre hubiera podido arrodillarse ante él y volver a adorarlo.
Aquella fue una imagen de la venida de Cristo. Cristo Jesús era realmente Dios, con todas las implicaciones de la deidad. Aunque Jesús era un hombre en el sentido perfecto del término, también era Dios en el sentido absoluto de la palabra. Jesucristo en el Nuevo Testamento es el equivalente a la zarza ardiente del Antiguo. La asombrosa diferencia es que la zarza ardiente fue una experiencia temporal, pero Jesucristo es tanto Dios como hombre por toda la eternidad.
Nunca ha habido una separación entre ambos, excepto durante aquel espantoso momento en la cruz, cuando dijo:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. El cargó con toda la masa terrible y putrefacta de nuestro pecado sobre su santa persona, y murió en el madero. Dios le dio la espalda, pero la deidad y la humanidad nunca se escindieron y siguen unidas hasta hoy en un solo hombre. Cuando nos arrodillamos ante ese hombre y decimos: “Señor mío y Dios mío, tu trono, oh Dios, es para siempre”, hablamos con Dios, porque mediante el misterio de la unión teantrópica el hombre se ha hecho Dios, y Dios se ha hecho hombre en la persona del Hijo, Jesucristo.
A Él adoramos, asombrados y sumidos en el misterio. No adoramos al hombre, sino a Dios encarnado.
Continua en… La fusión de la humildad y la majestad
“Amados, somos hechos a imagen y semejanza de Dios Gen. 1:26
para adorar a Dios, en el Espiritu y en verdad” Jn 4:23-24
¡Jesus es el Señor!