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MensajeTema: EXHORTACION   EXHORTACION I_icon_minitimeJue Dic 05, 2013 2:04 am

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Si permitimos que el Espíritu, mediante la cruz, haga una obra profunda en nosotros, la circuncisión que recibimos será verdadera para nosotros día tras día. “Porque nosotros somos la circuncisión, los que servimos por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Fil. 3:3). La confianza en la carne se pierde al recibir la circuncisión que no es ejecutada por manos de hombres. Para el apóstol, gloriarse en Cristo Jesús es el centro de todo. Claramente nos muestra, por un lado, el peligro y, por otro, la certeza. Poner nuestra confianza en la carne impide que nos gloriemos en Cristo Jesús, pero adorar en el Espíritu nos permite el gozo bienaventurado de la vida y la verdad. El Espíritu Santo exalta al Señor Jesús, pero humilla a la carne. Si de verdad deseamos gloriarnos en Cristo y permitirle que se gloríe en nosotros, y si queremos verdaderamente glorificarle en nuestra experiencia, debemos, por un lado, ser circuncidados por la cruz y, por otro, aprender a adorar en el Espíritu. Esto no es un esfuerzo nuestro, porque eso será obra de la carne. No es necesario usar nuestros métodos, porque éstos sólo se aplican cuando cuentan con la ayuda de la carne. Debemos desconfiar de la carne, no importa lo buena o apta que parezca. Debemos confiar exclusivamente en el Espíritu Santo y obedecerle. Con esta clase de confianza y obediencia, la carne será humillada y se mantendrá en su posición bajo maldición, despojada de su poder. Que el Señor nos dé Su gracia, para que aumente el desprecio por nosotros mismos, considerándonos indignos de confianza y comprendiendo que somos inútiles, a fin de que no confiemos en nuestra carne en absoluto. En esto consiste la verdadera muerte. Sin la muerte, no se puede cumplir la voluntad de Dios.
“No uséis la libertad como ocasión para la carne” (Gá. 5:13). La carne debe mantenerse bajo muerte. Recibimos libertad en el Señor, pero no demos lugar alguno a la carne. No consideremos, inconscientemente, la obra del Espíritu como nuestra. Debemos velar y no permitir que la carne se encienda nuevamente. No nos debemos dar la gloria ni atribuirnos la victoria. Pues en tal caso, la carne tendrá oportunidad de obrar de nuevo. Después de haber ganado una victoria, no debemos sentirnos seguros, ya que si le damos lugar a la carne, nuestro fracaso será inminente. Aunque haya pasado mucho tiempo desde que la carne perdió su poder en usted, no crea que ya lo aprendió todo, que tiene fuerza para pelear contra la carne, y que siempre ganará. Si abriga esta clase de fortaleza propia y abandona su dependencia total, la carne ya habrá tenido la oportunidad de activarse y de nuevo lo introducirá en experiencias angustiosas. La actitud de debilidad debe ser mantenida con diligencia santa. Este es el lugar donde la carne atacará. La más mínima intención de utilizar el yo da ocasión para que la carne tenga oportunidad de actuar. No temamos ser avergonzados delante de los hombres. Inmediatamente después de enseñar acerca de crucificar la carne y de andar en el Espíritu, el apóstol dijo: “No nos hagamos vanagloriosos” (v. 26). Si sabemos lo inútiles que somos delante de Dios, tampoco debemos jactarnos delante de los hombres. Si cubrimos la debilidad de la carne ante los hombres porque queremos recibir gloria, le daremos una oportunidad a la carne para obrar. El Espíritu Santo puede ayudarnos y fortalecernos, pero no puede reemplazarnos. Constantemente debemos mantener la actitud de no dar ninguna ocasión a la carne.
“No proveáis para la carne a fin de satisfacer sus concupiscencias” (Ro. 13:14). La obra de la carne siempre tiene su precursor. Por lo tanto, no debemos dar terreno para ello. Siempre debemos velar para mantener la carne bajo maldición; debemos examinar si hemos hecho alguna provisión para ella en nuestros pensamientos. Un pequeño pensamiento acerca de nuestra bondad puede dar a la carne ocasión para obrar. Los pensamientos son decisivos, porque aunque únicamente hagamos provisión para la carne en nuestros pensamientos secretamente, dicho secreto se manifestará en palabras y hechos. La carne no debe tener ningún terreno. Al conversar con las personas, también debemos ser cuidadosos, pues cuando las palabras son muchas, la carne hará su obra. Aunque le guste mucho lo que desea decir, si no depende del Espíritu al hacerlo, no debe decir nada. De lo contrario, hará provisión para que la carne opere. Lo mismo se aplica a nuestras acciones. La carne tiene muchos planes, expectativas y métodos. Tiene su propia opinión, fuerza y capacidad. Todo ello puede ser excelente delante de los hombres, así como a nuestros propios ojos. Sin embargo, nunca tengamos clemencia; nunca retengamos ni siquiera lo mejor, transgrediendo así el mandamiento del Señor. Debemos darle muerte sin consideración, aun a lo que pensamos que es lo mejor, por la simple razón de que pertenece a nosotros mismos (a nuestra carne). La justicia de la carne debe ser aborrecida con igual intensidad que los pecados. Debemos arrepentirnos de las buenas obras hechas por la carne, del mismo modo que nos arrepentiríamos por el pecado más horrendo que hayamos cometido en la carne. Siempre debemos mantener el punto de vista de Dios con respecto a la carne.
Si desafortunadamente fracasamos, debemos examinarnos a nosotros mismos, confesar nuestros pecados y pedirle al Señor que nos limpie con Su preciosa sangre. “Limpiémonos de toda contaminación de carne” (2 Co. 7:1). No tengamos compasión, ni nos preocupemos ni nos resistamos a deshacernos de lo que amamos, no sea que caigamos más profundamente en la carne. La enseñanza de los apóstoles consiste en que nos limpiemos; no es obra exclusiva del Espíritu Santo ni la sangre preciosa del Señor, sino que nosotros mismos también debemos limpiarnos. Saquemos a la luz toda la inmundicia de la carne y clavémosla en la cruz del Señor. Aunque lo que hayamos hecho no sea pecaminoso a los ojos de los hombres, si lo hicimos por nuestra propia cuenta, aunque sea lo mejor de nosotros, es inmundicia a los ojos de Dios. “Lo que es nacido de la carne, carne es”. Ya sean personas o cosas, no hay diferencia. A Dios no le interesa la apariencia que tengan las acciones; es el origen lo que El ve. Por lo tanto, debemos limpiarnos, no sólo de nuestra pecaminosidad, sino de todas las obras de la carne. “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales” (1 P. 2:11).
Tomado de “EL HOMBRE ESPIRITUAL” (Tomo 1) W. Nee.
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