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 LA VERDADERA ADORACIÓN Cont… Cap 2

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MensajeTema: LA VERDADERA ADORACIÓN Cont… Cap 2   LA VERDADERA ADORACIÓN Cont… Cap 2 I_icon_minitimeSáb Ene 10, 2015 12:35 pm

LA VERDADERA ADORACIÓN Cont… Cap 2
Para un fariseo, el servicio de Dios era una esclavitud que no amaba, pero de la que no podía escapar sin una pérdida demasiado grande. Dios, tal como lo veía el fariseo, no era un Dios con el que fuera fácil vivir. Por lo que su religión diaria se hacía triste y dura, sin ni una traza de amor en ella.
De nosotros se puede decir que tratamos de ser como nuestro Dios. Si lo concebimos como duro, implacable y brusco, ¡así seremos nosotros!
La verdad bendita e invitadora es que Dios es el más atrayente de todos los seres, y que en nuestra adoración dé El deberíamos de hallar un placer inenarrable.
El Dios viviente ha estado dispuesto a revelarse a nuestros corazones buscadores. Él querría que supié¬ramos que El es todo amor y que los que confían en Él nunca tienen que conocer nada más que aquel amor.
Dios querría que supiéramos que Él es justo, cierta¬mente que jamás pasará el pecado por alto. Él ha querido hacer abrumadoramente claro que por medio de la san¬gre del pacto eterno Él puede actuar por nosotros exactamente como si jamás hubiéramos pecado.
De una manera desconocida para la mentalidad de un fariseo, Dios tiene comunión con Sus redimidos en una comunión fácil y sin inhibiciones que da reposo y sa¬nidad al alma.
El Dios que nos ha redimido en amor, por medio de los méritos del Hijo Eterno, no es irrazonable. No es egoísta. Tampoco es temperamental. Lo que Él es hoy veremos mañana que también es, y al siguiente día y al año después.
El Dios que desea nuestro compañerismo y nuestra comunión no es difícil de complacer, aunque pueda ser difícil de satisfacer. Él espera de nosotros sólo aquello que Él mismo ha suplido. Él está presto a observar cualquier sencillo esfuerzo para complacerle, e igual de presto a pasar por alto nuestras imperfecciones cuando sabe que queríamos hacer Su voluntad.
Ésta es la mejor de las buenas nuevas. Dios nos ama por nosotros mismos Él valora nuestro amor más que valora las galaxias de nuevos mundos creados. Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo.
El Dios que amamos puede a veces disciplinamos, es cierto. Pero incluso esto lo hace con una sonrisa: la sonrisa satisfecha y tierna de un Padre que está lleno de complacencia para con un hijo imperfecto pero prometedor, que va creciendo para ir pareciéndose más y más cada día a Aquel de quien es hijo.
Deberíamos alborozamos en el gozo de creer que Dios es la suma de toda paciencia y la verdadera esencia de la bondadosa buena voluntad. Cuando más le compla¬cemos no es cuando tratamos ansiosamente de ser buenos, sino al arrojamos en Sus brazos con todas nuestras imperfecciones y creyendo que El lo comprende todo y que sigue amándonos.
La parte gratificadora de todo esto es que esta relación entre Dios y el alma redimida la conocemos en una consciencia personal y real.
Es en verdad una consciencia personal. Esta cons¬ciencia no viene por medio del cuerpo de creyentes como tal sino que es conocida por parte del individuo, y por parte del cuerpo por medio de los individuos que lo componen.
Y sí, es consciente; no permanece en el umbral de la consciencia y obra desde allí sin que el alma lo sepa.
Esta comunicación, esta consciencia, no es un fin, sino realmente un inicio. Es el punto de la realidad en el que comenzamos nuestra comunión y amistad y comunicación con Dios. Pero donde paramos no lo sabemos, porque en las misteriosas profundidades del Dios Trino y Uno no hay ni límite ni fin.
Cuando alcanzamos esta dulce relación, comenzamos a aprender la reverencia atónita, la adoración sin aliento, la fascinación maravillada, la sublime admiración de los atributos de Dios y algo del silencio suspendido de que sabemos cuándo Dios está cerca.
Puede que nunca hayas sido consciente de ello, pero todos estos elementos en nuestra percepción y cons¬ciencia de la Presencia divina constituyen lo que la Biblia llama «el temor de Dios».
Podemos conocer un millón de temores en nuestras horas de dolor o en amenazas de peligro o en la anticipación de un castigo o de la muerte. Lo que necesitamos reconocer con llaneza es que el temor de Dios que la Biblia encomia nunca puede ser inducido por amenazas ni castigos de ningún tipo.
El temor de Dios es aquella -reverencia atónita» de la que escribió el gran Faber. Yo diría que puede ser graduada en cualquier punto desde su elemento básico -el terror del alma culpable delante de un Dios santo hasta el arrebatamiento fascinado del santo adorador. Hay bien pocas cosas absolutas en nuestras vidas, pero creo que el temor reverente de Dios mezclado con el amor, la fascinación, el asombro atónito y la devoción es el estado más gozoso y la emoción más purificadora que pueda conocer el alma humana.
En mi propio ser, no podría existir mucho tiempo como cristiano sin esta consciencia interior de la Pre¬sencia y cercanía de Dios.
Supongo que hay algunas personas que se encuen¬tran lo suficientemente fuertes para vivir de día en día sobre la base de la ética sin ninguna experiencia espiri¬tual intima.
Dicen que Benjamín Franklin era este tipo de hombre. Era un deísta, no un cristiano. Whitefield oró por él y se lo dijo, pero Franklin le respondió: -Supongo que no me hace ningún bien, porque todavía no soy salvo.»
Esto es lo que hacía Franklin. Mantenía una gráfica diaria sobre una serie de pequeñas tablas cuadradas que representaban virtudes como la honradez, fidelidad, caridad y probablemente una docena más. Las juntó como una especie de calendario, y cuando violaba una de estas virtudes lo escribía. Cuando había pasado un día o un mes sin haber quebrantado ninguno de los Mandamientos que se había autoimpuesto consideraba que estaba actuando bastante bien como ser humano.
¿Un sentido de la ética? Sí.
¿Algún sentido de lo divino? No.
Ningún sobretodo místico. Nada de adoración. Nada de reverencia. Ningún temor de Dios delante de sus ojos. Todo esto según su propio testimonio.
No pertenezco a esta clase de personas. Sólo puedo mantenerme recto manteniendo el temor de Dios en mi alma, y deleitándome en el fascinante arrebato de la adora¬ción. Aparte de esto, no conozco ningún tipo de normas. Me duele que este poderoso sentimiento de temor piadoso sea una cualidad ausente en las iglesias de hoy, y su ausencia es un portento y una señal.
Debería flotar sobre nosotros como la nube sobre Israel. Debería yacer sobre nosotros como un dulce man¬to invisible. Debería ser una fuerza en el condiciona¬miento de nuestras vidas interiores. Debería proveer un significado adicional para cada texto de la Escritura. Debería marcar cada día de la semana como día santo. y cada punto de la tierra que pisamos como tierra santa. Seguimos agitándonos en nuestras propias clases de temores: temor al comunismo, temor al colapsamiento de la civilización, incluso el temor a la invasión desde otros planetas. Los hombres piensan que saben qué significa el temor.
Pero estamos hablando acerca de la maravilla y reve¬rencia de un Dios santo y amante. Esta clase de temor de Dios es una cosa espiritual, y sólo puede ser traído por la Presencia de Dios.
Cuando el Espíritu Santo vino en Pentecostés, hubo gran temor sobre todo el pueblo, pero ¡no temían nada! Un hijo de Dios, perfeccionado en el amor, no tiene temor porque el amor perfecto echa fuera el temor. Pero él o ella son las personas que más temen a Dios.
Tomemos al apóstol Juan como ilustración. Cuando Jesús fue arrestado en el huerto, Juan estuvo entre los que huyó. Probablemente tuvo miedo que lo arrestaran y encarcelaran. Era su temor al peligro, al castigo, a la humillación.
Pero más tarde, este mismo Juan, exiliado en Patmos por el testimonio de Jesucristo, vio a un hombre asombroso de pie entre los candeleros de oro. El Hombre estaba revestido de una ropa blanca y ceñido con un cinto de oro. Sus pies eran como bronce refulgente, y una espada salía de su boca. Su cabello era tan blanco como nieve, y Su rostro resplandecía como el sol en su fuerza. La maravilla y la reverencia, la fascinación y el temor se concentraron repentinamente sobre el ser de Juan de una manera tan completa que sólo pudo caer incons¬ciente al suelo.
Entonces este santo Sacerdote que después descubrió que era el mismo Jesucristo, llevando las llaves de la muerte y del hades, vino y levantó a Juan, y le devolvió a la vida.
Ahora Juan no tenía miedo ni se sentía amenazado. Estaba experimentando una clase diferente de temor, un temor piadoso. Era algo santo, y Juan lo sintió.
La Presencia de Dios en nuestro medio -conllevando un sentimiento de temor piadoso y de reverencia- es algo mayormente ausente en el día de hoy.
No se puede inducir con una suave música de órgano ni con luz filtrándose a través de unas ventanas dise¬ñadas con hermosura. No se puede inducir levantando una oblea y diciendo que es Dios. No se puede inducir con ninguna especie de Jerigonza.
Lo que las personas sienten en presencia de esta clase de paganismo no es el verdadero temor de Dios. Es sólo la inducción de un temor supersticioso.
Un verdadero temor de Dios es algo hermoso, porque es adoración es amor, es veneración. Es una elevada felicidad moral porque Dios es.
Es una delicia tan grande que si Dios no fuera, el adorador tampoco querría ser. Él o ella podrían orar fácilmente: -¡Dios mío, continúa como Tú eres, o déjame morir! ¡No puedo pensar en otro Dios más que Tú!»
La verdadera adoración debe de estar tan enamorada de Dios de una manera personal y absoluta que la idea de una transferencia de afectos ni existe remotamente.
Éste es el significado del temor de Dios.
Debido a que la adoración está mayormente ausente, ¿sabéis qué estamos haciendo? Estamos haciendo todo lo que podemos por recoser el velo rasgado del templo. Empleamos medios artificiales para tratar de inducir alguna clase de adoración.
Creo que el diablo en el infierno debe estar riéndose, y creo que Dios debe estar doliéndose, porque no hay temor de Dios delante de nuestros ojos.
¡Jesús es el Señor!
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