II. EJEMPLOS DE TESTIMONIOS
Analicemos dos porciones de la Palabra, las cuales nos proporcionan muy buenos ejemplos de cómo testificar.
A. Dar testimonio en las ciudades
En Juan 4 el Señor le habló a la mujer samaritana acerca del agua de vida. Ella comprendió que nadie en la tierra puede hallar satisfacción en otra cosa que no sea el agua de vida. Todo el que beba agua de un pozo, no importa cuántas veces lo haga, volverá a tener sed, porque tal agua nunca satisface. Solamente cuando bebemos del agua que el Señor nos da saciamos nuestra sed. Esa fuente salta dentro de nosotros satisfaciéndonos continuamente. Solamente este gozo interno puede darnos la verdadera satisfacción. La mujer samaritana se había casado cinco veces, sin hallar satisfacción. Ella era una persona que bebía incesantemente y nunca se saciaba. Incluso “el hombre que ahora tenía no era su marido”. No hay duda que ella era una persona inconforme. Pero el Señor tenía el agua de vida que la podía satisfacer. Cuando el Señor le declaró quien era El, ella bebió y, dejando su cántaro, entró a la ciudad y dijo: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (v. 29). Lo primero que ella hizo fue dar testimonio. ¿De qué dio testimonio? De Cristo. Quizás ella era conocida en la ciudad, pero posiblemente no estaban enterados de muchas de sus acciones. Sin embargo, el Señor le dijo todo cuanto ella había hecho. Esta mujer inmediatamente dio testimonio: “¿No será este el Cristo?” En el instante en que ella vio al Señor, invitó a otros a que constataran si El era el Cristo. Como resultado de las palabras de la mujer, muchos creyeron en el Señor.
Todo creyente tiene la obligación de ser un testigo y de presentar el Señor a los demás. El salvó a todos los pecadores. Puesto que El es el Cristo, el Hijo de Dios, no tengo otra alternativa que testificar. Posiblemente no sepamos cómo dar un mensaje, pero sabemos que El es el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador designado por Dios. Somos pecadores, pero el Señor nos salvó, y aunque no sepamos explicar lo que nos sucedió, podemos animar a otros para que vengan y vean el gran cambio que se ha operado en nosotros. No podemos entender cómo sucedió esto. Antes pensábamos que éramos buenos, pero ahora sabemos que somos pecadores. El Señor nos ha mostrado nuestros pecados y todo aquello que antes no sabíamos que eran pecados. Ahora sabemos qué clase de personas somos. En el pasado cometimos muchos pecados de los que nadie se enteró y que ni nosotros mismos considerábamos pecados. Este hombre nos dijo todo cuanto hemos hecho; nos dijo todo lo que sabíamos y también lo que no sabíamos. Confesamos que hemos tocado a Cristo y que hallamos al Salvador. He aquí un hombre que nos dice que el “marido” que ahora tenemos no es nuestro marido; que si bebemos agua volveremos a tener sed y regresaremos por más. ¡Cuán ciertas son estas palabras! Vengan y vean. ¿No será éste el Salvador? ¿No será éste el Cristo? ¿No será éste el único que nos puede salvar?
Todos aquellos que saben que son pecadores, ciertamente tienen un testimonio que contar. La mujer samaritana testificó el mismo día que conoció al Señor. Ella no dejó pasar unos años, ni esperó regresar de una reunión de avivamiento para dar testimonio, sino que testificó inmediatamente al regresar a la ciudad. Cuando una persona se salva, debe contar inmediatamente lo que ha visto y entendido. No hablemos de lo que no sabemos, ni tratemos de componer un largo discurso; simplemente demos nuestro testimonio. Lo único que necesitamos al testificar es expresar lo que sentimos. Podemos decir por ejemplo: “Antes estaba deprimido siempre, pero ahora, después de creer en el Señor, siempre estoy gozoso. Antes buscaba muchas cosas y nunca estaba satisfecho, la ansiedad y la amargura eran mis compañeros, no podía dormir en la noche; pero ahora disfruto de una paz interior inexplicable; duermo bien, y siento paz y gozo en todo lugar”. Nuestro testimonio no debe ir más allá de nuestra situación presente. Esto evitará discusiones. Presentémonos a los demás como testigos vivientes.
B. Vaya a los suyos y cuénteles
En Marcos 5:1-20 se narra la historia de un hombre que tenía un espíritu inmundo. Este es uno de los casos de posesión demoníaca más severo que consta en la Biblia. Este hombre tenía una legión de demonios, vivía entre los sepulcros, y nadie podía atarle, ni siquiera con cadenas. Gritaba de día y de noche entre las tumbas y en los montes y se hería con piedras. Cuando el Señor mandó que los demonios salieran de él, éstos entraron en una piara como de dos mil cerdos, los cuales se precipitaron en el mar por un despeñadero y se ahogaron. Después que el hombre endemoniado fue salvo, el Señor le dijo: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuánto el Señor ha hecho por ti, y cómo ha tenido misericordia de ti” (v. 19).
El Señor después de salvarnos, manda que le contemos a nuestros familiares, vecinos, amigos, colegas y compañeros de clase que somos salvos. No sólo debemos testificar que creemos en Jesús, sino también cuánto ha hecho El por nosotros. El quiere que confesemos lo que nos aconteció. De esta manera otros se encenderán, y la salvación no se terminará, sino que seguirá avanzando.
Es una lástima que muchas almas de familias cristianas estén en camino a la condenación, porque nunca les hemos predicado el evangelio de Cristo. Ellas disfrutan de la era presente, sin ninguna esperanza de gozarse en la era venidera. ¿Qué nos detiene de contarles lo que el Señor ha hecho por nosotros? Estas personas están cerca de nosotros, y si nosotros no les damos testimonio, ¿quién más lo hará?
A fin de testificar y de que nuestra familia nos escuche, nuestra conducta debe ser diferente. Deben ver que desde que creímos en el Señor, nuestra vida ha cambiado, porque esto es lo único que ganará la confianza de ellos. Debemos ser personas justas, abnegadas, amorosas, diligentes y más gozosas que antes. Al mismo tiempo, debemos testificarles la razón de este cambio.
C. Proclamar a Jesús en la sinagoga
Hechos 9:19-21 dice: “Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco. En seguida comenzó a proclamar a Jesús en las sinagogas, diciendo que El era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?”
Saulo iba en Camino a Damasco a fin de llevar presos a los creyentes. Mas en el camino el Señor le salió al en cuentro y le habló. En ese mismo instante un resplandor de luz lo cegó. Entonces los hombres que viajaban con él lo llevaron de la mano a Damasco, donde estuvo por tres días ciego y sin comer ni beber. El Señor envió a Ananías, quien le impuso las manos a Pablo para que recibiera la vista y fuera bautizado. Vemos aquí cómo, después de comer y recobrar las fuerzas, comenzó en seguida a proclamar en las sinagogas que Jesús era el Hijo de Dios. Hacer esto, obviamente no era nada fácil, porque anteriormente había perseguido a los discípulos del Señor. El había recibido cartas del sumo sacerdote que lo autorizaban para apresar a los creyentes. Aparte de esto, posiblemente Pablo era una de las setenta y una personas que componían el sanedrín judío. ¿Qué debía hacer ahora que había creído en el Señor? Su intención inicial era echar en la cárcel a aquellos que creían en el Señor; ahora, él mismo se hallaba en peligro de ser apresado. Pablo debía escapar o esconderse; sin embargo, entró en las sinagogas a proclamar que Jesús es el Hijo de Dios. Esto nos muestra que lo primero que una persona debe hacer después de recibir al Señor es dar testimonio. Después de haber recobrado la vista Pablo, aprovechó la primera oportunidad que tuvo para testificar que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Todo el que cree en el Señor Jesús debe hacer lo mismo.
Todo el mundo sabe que Jesús existe, pero muchos lo conocen como uno más entre millones de hombres. Aunque para unos sea un poco más especial que para otros, sigue siendo un hombre común. Un día la luz y la revelación llegaron a nosotros e iluminaron los ojos de nuestro corazón, y descubrimos que este Jesús es el Hijo de Dios. Nos dimos cuenta de que Dios tiene un Hijo. ¡Jesús es el Hijo de Dios! ¡Qué gran descubrimiento! Descubrimos que entre todos los hombres hay uno que es el Hijo de Dios. ¡Esto es maravilloso! Cuando una persona recibe al Señor Jesús como su Salvador, y confiesa que El es el Hijo de Dios, da testimonio de algo grandioso. Esto no puede pasar desapercibido. Creo que todos nos maravillaríamos si alguien se encontrara con un ángel. Pero, cuánto más maravilloso es descubrir al Hijo de Dios, quien es superior a los ángeles.
En este pasaje tenemos a un hombre que va en camino a apresar a aquellos que creen en el nombre del Señor; mas después de caer y levantarse, entra en las sinagogas y proclama que Jesús es el Hijo de Dios. ¿Estaba este hombre loco? No, sino que había recibido una revelación. Entre millones de hombres encontró a uno que es el Hijo de Dios. Nosotros igual que Pablo, hemos hallado entre muchos hombres a uno que es el Hijo de Dios. Si percibimos cuán grande, importante y maravilloso es este descubrimiento, testificaremos inmediatamente: ¡He encontrado al Hijo de Dios! ¡Jesús es el Hijo de Dios! ¿Cómo puede una persona permanecer pasiva después de creer y ser salva como si nada hubiera sucedido? Si alguien dice que cree en el Señor Jesús, y sin embargo es indiferente y no piensa que esto es maravilloso y especial, dudo que haya creído en verdad. Tenemos algo grandioso, maravilloso, extraordinario, especial, más allá de toda imaginación: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! ¡Este es un asunto extremadamente crucial! Cuando uno ha visto esto, no le importa tocar la puerta de los amigos a la medianoche para contarles que hay algo maravilloso en el universo: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!
Vemos a un hombre que acaba de recobrar la vista y entra en las sinagogas a proclamar: “¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!” Todo creyente debe hacer lo mismo. Cuando descubrimos que Jesús es el Hijo de Dios, no podemos quedarnos callados, porque éste es un descubrimiento maravilloso y crucial. Pedro le dijo al Señor: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, y el Señor le respondió: “No te lo reveló carne ni sangre, sino Mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16:16-17). Cuando Jesús estuvo entre nosotros nadie lo conoció como el Hijo de Dios, excepto aquellos a quienes el Padre se lo reveló.
Hermanos y hermanas, nunca pensemos que nuestra fe es insignificante. Debemos darnos cuenta de que nuestra fe es inmensurable. Saulo habló en las sinagogas porque el descubrimiento que había hecho era extremadamente grandioso. Nosotros haremos lo mismo si nos damos cuenta de cuán maravilloso es lo que hemos visto. ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! Este es un hecho glorioso.
D. Contacto personal
Además de ir a la ciudad, a nuestra casa y a las sinagogas a dar testimonio de nuestra fe en el Señor, también debemos portar un testimonio especial para guiar a otros al Señor en un contacto personal. Tal es el testimonio que vemos en Juan 1:40-45. Andrés creyó e inmediatamente condujo a su hermano Pedro al Señor. Pedro llegó a ser más dotado que Andrés, pero fue éste último quien lo trajo al Señor. Felipe y Natanael eran amigos. Felipe creyó primero y fue a buscar a su amigo, quien también recibió al Señor. Andrés llevó su hermano al Señor, y Felipe a su amigo. Estos son ejemplos de como podemos llevar a los hombres a la salvación por medio del contacto personal.
Hace aproximadamente cien años, hubo un creyente llamado Harvey Page. A pesar de que no tenía ningún don especial, ni sabía como llevar el evangelio a las multitudes, el Señor tuvo misericordia de él y le abrió los ojos para que viera que podía, en su contacto personal, conducir una persona a Dios. El no podía realizar grandes obras, pero sí podía concentrar su atención en una persona a la vez. Todo lo que hacía era decir: “Yo soy salvo y usted también necesita ser salvo”. Una vez que hablaba don un amigo, oraba y no desistía hasta que éste se salvaba. Al momento de su muerte, y por esta práctica condujo al Señor más de cien personas.
Un creyente llamado Todd tenía la habilidad especial de conducir a las personas a la salvación. El fue salvo a la edad de dieciséis años. Mientras visitaba una aldea en un día festivo, se hospedó en la casa de una pareja de ancianos. Estos hermanos, obreros de mucha experiencia en la iglesia, lo guiaron al Señor. Este joven había vivido una vida desordenada, pero ese día se arrodilló a orar y fue salvo. En el transcurso de la conversación el joven se enteró de que el evangelio no prevalecía en aquel lugar porque un hombre de apellido Dickens no quería arrepentirse. Este hombre era un soldado retirado que tenía más de sesenta años de edad. El mantenía un arma en su casa y había jurado disparar a quien viniera a predicarle el evangelio, porque pensaba que los creyentes eran hipócritas, y así los llamaba. Cada vez que se encontraba con uno, lo insultaba. Ningún creyente se atrevía a predicarle el evangelio, ni siquiera a pasar por la calle donde él vivía. Al escuchar esto, Todd dijo: “¡Oh Señor, hoy he recibido Tu gracia. Me salvaste. Debo ir a testificar de este hecho al señor Dickens”. El recién había recibido la salvación; sin embargo, deseaba dar testimonio al señor Dickens. La pareja de ancianos le aconsejó que no fuera. “Muchos de nosotros”, le dijeron ellos, “hemos tratado de persuadirlo pero no lo hemos logrado. Ha perseguido a algunos con una vara, y otros escaparon corriendo cuando los amenazó con el arma. Ha golpeado a muchas personas, mas no lo hemos querido llevar al tribunal por nuestro testimonio. Pero esto parece que le da más confianza”. Todd decidió ir de todas maneras.
Cuando tocó la puerta del señor Dickens, éste salió con un palo en la mano y preguntó: “¿Qué desea, joven?” Todd le respondió: “¿Me permite hablar con usted?” El hombre consintió y le permitió entrar a la casa. Una vez adentro, Todd le dijo: “Quiero que reciba al Señor Jesús como su Salvador”. El señor Dickens alzando la vara dijo: “Supongo que usted es nuevo aquí, así que lo dejaré ir sin golpearlo. Pero tiene que saber que a nadie le permito mencionar ese nombre en esta casa. Así que, ¡salga! ¡salga de inmediato!” Todd volvió a insistir: “Quiero que usted crea en Jesús”. El señor Dickens se puso furioso y subió al segundo piso a traer su escopeta. Cuando bajó le gritó: “¡Salga o disparo!” Todd contestó: “Le pido que crea en el Señor Jesús. Si quiere disparar, hágalo, pero antes de que dispare permítame orar”. Y arrodillándose en frente del señor Dickens oró: “¡Oh, Dios! Este hombre no te conoce. Por favor, ¡sálvalo, ten misericordia de él! ¡Ten misericordia del señor Dickens!” Todd permaneció arrodillado sin levantarse y continuó orando: “¡Oh, Dios! ¡Por favor ten misericordia del señor Dickens! ¡Por favor ten misericordia del señor Dickens!” Estuvo orando así hasta que de repente escuchó un gemido cerca de él. El señor Dickens bajó su escopeta y se arrodilló junto a él y oró: “¡Oh, Dios! ¡Ten misericordia de mí!” En cuestión de minutos el hombre aceptó al Señor. “Antes, dijo, sólo había escuchado el evangelio, hoy he podido verlo”. Más tarde, el joven contaba: “La primera vez que vi su rostro, éste reflejaba el pecado y la maldad, pero después de recibir al Señor, la luz brillaba en su rostro surcado de arrugas, el cual parecía decir: “Dios ha sido misericordioso para conmigo”. El señor Dickens fue a la iglesia el siguiente domingo, y más tarde guió a decenas de personas a la salvación.
Podemos ver aquí cómo Todd, dos horas después de haber sido salvo, pudo guiar al Señor una persona que era considerada un caso imposible. Cuanto más pronto un creyente nuevo testifique, mejor. No dejemos que el tiempo pase. Tan pronto recibimos a Cristo, debemos llevar a otros a la salvación.