TU Y TU CASA
[6] N. del A.- Un padre cristiano puede preguntar: «¿Qué debo enseñarle a mi hijo?» La respuesta es muy sencilla: Hay que enseñarle aquellas cosas que resulten útiles para el servicio de Cristo. No le enseñemos nada que sepamos que vaya a ser una positiva fuente de contaminación o de debilidad para él. Son raras las veces que no sabemos qué tipo de alimentos hemos de darles a nuestros niños. Por lo general sabemos perfectamente lo que será bueno y nutritivo para ellos y las cosas que no les caerán bien. Ahora bien, si los instintos de la nueva naturaleza en nosotros fuesen tan enérgicos y reales como los de la vieja naturaleza, no vacilaríamos más -de ello estoy persuadido- para decidir respecto a las cosas que debemos enseñar a nuestros niños. Con referencia a esto, así como a todas las demás cosas, puede decirse que “si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22; V.M.). Si tuviésemos un sentimiento profundo de la gloria de Cristo, y un sincero deseo de promoverla, no seríamos dejados en perplejidad; pero si nuestro cuerpo no estuviere “lleno de luz”, estemos seguros de que nuestro “ojo” no es “sencillo”.
[7] N. del A.- Quisiera, no obstante, recordar a los hijos de padres cristianos que ellos mismos tienen la solemne responsabilidad de prestar oídos a la santa Palabra de Dios, independientemente de la conducta de sus padres. La verdad de Dios no se ve afectada por los actos de los hombres; y dondequiera que uno haya oído el testimonio del amor de Dios, en la muerte y resurrección de Cristo, es responsable de creer en él, aun cuando no haya visto su poder y sagrada influencia manifestados en la vida de sus padres. Quisiera llamar seriamente la atención de todos los hijos de padres cristianos respecto de estos hechos.
[8] N. del A.- La exhortación dirigida a los padres subsiste sin embargo: “Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). Hay un gran peligro en provocar a ira a nuestros niños por un excesivo rigor y por tratos arbitrarios. Podemos estar siempre tratando de formar y moldear a nuestros niños conforme a nuestros propios gustos y particularidades, más bien que educándolos “en disciplina y amonestación del Señor”, es decir, según la manera en que el Señor corrige y enseña a sus hijos. Eso es un grave error, que seguramente terminará en confusión y fracaso. No ganaremos nada, en relación con el testimonio para Cristo, amoldando y adaptando la naturaleza bajo las formas más exquisitas. Además, la cultura y la instrucción de la naturaleza no requieren fe; pero sí se necesita la fe para educar a los niños en disciplina y amonestación del Señor.
Puede que alguno diga que el apóstol, en este pasaje, se refiere a niños convertidos. A ello respondo que nada se dice aquí acerca de la conversión. No está escrito: «Criad a vuestros hijos convertidos…», etc., lo cual, de ser así, resolvería la cuestión. Pero se dice simplemente “vuestros hijos”, lo que seguramente quiere decir todos vuestros hijos. Ahora bien, si yo debo educar a todos mis hijos en la disciplina y amonestación del Señor, ¿cuándo debo comenzar a hacerlo? ¿Debo esperar a que crezcan y a que casi sean hombres o mujeres, o debo comenzar, como toda gente razonable comienza su obra, desde el principio? ¿Permitiría que quedaran librados a su locura y desatinos naturales durante el período más importante de su carrera, sin jamás intentar poner su conciencia en presencia de Dios, en cuanto a sus solemnes responsabilidades? ¿Les dejaría derrochar, en una total insensatez, ese período de la vida en el que se producen los elementos de su futuro carácter? Eso sería el colmo de la crueldad. ¿Qué diríamos de un jardinero que permitiera que las ramas de sus árboles frutales tomaran todo tipo de formas torcidas y extravagantes, antes de tener la idea de comenzar a emplear métodos propios para enderezarlos? Lo tildaríamos seguramente de loco e insensato. Sin embargo, sería sabio en comparación con padres que aplazarían la disciplina y amonestación del Señor hasta el tiempo en que sus hijos hayan hecho manifiestos progresos en la disciplina y admonición del enemigo.
Mas puede que se diga todavía que debemos esperar pruebas de conversión. A esto respondo que la fe nunca espera pruebas, sino que ella actúa conforme a la Palabra de Dios, y que las pruebas seguirán indefectiblemente. Es siempre una manifiesta prueba de incredulidad el esperar señales cuando Dios ha dado un mandamiento. Si los hijos de Israel hubiesen esperado una señal cuando Dios dijo: “Que marchen”, ello hubiera sido una clara desobediencia. Si el hombre de la mano seca hubiese esperado que alguna fuerza se manifestara en él cuando Jesús le mandó extender la mano, habría llevado su mano seca hasta la tumba con él. Lo mismo puede decirse de los padres. Si ellos esperan señales y pruebas antes de obedecer la Palabra de Dios en Efesios 6:4, es cierto que no andan por fe, sino por vista. Además, si hemos de comenzar desde el principio a educar a nuestros hijos, resulta evidente que debemos comenzar antes de que ellos sean capaces de ofrecer alguna prueba de conversión.
En esto, como en todas las cosas, nuestra ocupación es obedecer, y dejar en manos de Dios los resultados. El estado moral del alma puede ser puesto a prueba por el mandamiento; mas cuando estamos dispuestos a obedecer, el poder para hacerlo acompañará seguramente al mandamiento, y los frutos de la obediencia seguirán “a su tiempo… si no desmayamos”.
9] N. del A.- Era la naturaleza, en Bernabé, lo que lo llevaba a desear la compañía de aquel “que se había apartado de ellos desde Panfilia, y no había ido con ellos a la obra” (Hechos 15:38). Era una naturaleza amable, pero era la naturaleza después de todo, y ella triunfa en Bernabé, pues él tomó a Marcos consigo y navegó a Chipre, la tierra natal de Bernabé, donde, en el tiempo del primer amor, había vendido su propiedad a fin de poder seguir más libremente a Aquel que no tuvo ningún lugar donde reposar su cabeza (véase Hechos 4:36-37). Éste no es un caso nada raro. Muchos manifiestan haber renunciado a las cosas de la tierra y la naturaleza y a todos sus respectivos reclamos. Las flores del árbol de la profesión cristiana, en primavera se ven bellas y abundantes, y exhalan un grato perfume; pero ¡ay, cuán poco, a menudo, se ven los frutos abundantes y sabrosos en otoño! La influencia de los lazos naturales y terrenales se hace sentir con fuerza en el alma y cortan sus hermosas flores, y todo termina, no en esos frutos esperados, sino en esterilidad y frustración. Esto es algo muy triste y del peor efecto moral sobre el testimonio. No se trata aquí en absoluto de dejar de ser una persona salva. Bernabé era salvo, sin duda. La influencia que ejercían sobre él tanto Marcos como Chipre -su patria natal-, no podía borrar su nombre del libro de la vida del Cordero, pero sí borraron su nombre del registro del testimonio y del servicio aquí abajo. Y ¿no era esto algo que lamentar? ¿Acaso lo único que debiéramos deplorar es la pérdida de la salvación personal? ¿No tenemos nada que temer excepto ello? Despreciable en extremo es el egoísmo que pueda pensar así. ¿Con qué propósito el Dios bendito sufre tantas penas y aflicciones para conservar a su Iglesia aquí abajo? ¿Para que los creyentes sean salvos y preparados para la gloria? De ninguna manera. Ellos ya son salvos por la perfecta redención de Cristo y, por consiguiente, preparados para la gloria. No hay ningún paso intermedio entre la justificación y la gloria, pues “a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30). ¿Por qué, pues, Dios nos deja aquí abajo? Para que seamos un testimonio para Cristo. Si ése no fuera el fin, podríamos también simplemente ser elevados al cielo inmediatamente después de nuestra conversión. ¡Ojalá que nos sea dada la gracia para comprender esta verdad en toda su plenitud y fuerza práctica!
[10] N. del A.- Las epístolas de Pedro desarrollan la doctrina del gobierno moral de Dios. Es allí donde hallamos esta pregunta: “¿Quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?” (1.ª Pedro 3:13). Algunos encuentran difícil conciliar esta pregunta con la declaración de Pablo: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2.ª Timoteo 3:12). Huelga decir que las dos ideas están en una hermosa y perfecta armonía. El Señor Jesús mismo, quien fue el único perfecto y constante seguidor del bien, Aquel que, desde el principio hasta el fin de su carrera aquí abajo, “anduvo haciendo bienes”, halló finalmente la cruz, la lanza y el sepulcro. El apóstol Pablo, quien, más que ningún otro hombre, siguió muy de cerca a ese gran Modelo que estaba continuamente delante de él, fue llamado a beber una copa desusadamente copiosa de privaciones y persecuciones. Y en estos días, cuanto más un santo se asemeje a Cristo y más devoto sea a Él, tanto más habrá de soportar privaciones y persecuciones. Si alguno, impulsado por una verdadera devoción a Cristo y por amor a las almas, se estableciera públicamente en un territorio católico romano, y predicara allí a Cristo, su vida se vería expuesta a un inminente peligro. ¿Acaso todos estos hechos están en oposición con la pregunta de Pedro? De ninguna manera. La tendencia directa del gobierno moral de Dios es proteger de males a todos aquellos que “siguen el bien”, e infringir castigos a todos aquellos que hacen lo contrario; pero jamás está en conflicto con la senda más elevada del discipulado ardiente, ni tampoco priva a nadie del privilegio y el honor de ser tan semejante a Cristo como se desee, “porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él [uper autou], teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí” (Filipenses 1:29-30). Aquí se nos enseña que es un verdadero don que nos es conferido, el ser llamados a padecer por Cristo, y eso en medio de una escena en la cual, sobre la base del gobierno moral de Dios, puede decirse: “¿Quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?”. Reconocer el gobierno de Dios y someternos a él, es una cosa; ser seguidores o imitadores de un Cristo rechazado y crucificado, es otra totalmente distinta. Aun en esta epístola de Pedro que, como lo hemos hecho notar, tiene por tema especial la doctrina del gobierno de Dios, leemos: “Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (cap. 2:20-21). Y también: “Si alguno padece como cristiano [es decir, por ser moralmente semejante a Cristo], no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello” (cap. 4:16).
[11] N. del A.- Nada es más doloroso que oír a una madre decir a su hijo: «Tu padre no debe saber tal o cual cosa.» Allí donde rigen estas prácticas de actuar en secreto, o disimulación, y con doblez, debe de haber algo radicalmente malo, y es moralmente imposible lograr que prevalezca algo que se asemeje al orden piadoso o al ejercicio de una recta disciplina. O bien el padre, por una severidad desordenada o un excesivo rigor, debe de “provocar a ira a sus hijos”, o bien la madre debe de consentir la voluntad propia de su hijo a costa del carácter y de la autoridad del padre. En cualquiera de los casos, hay una positiva barrera al testimonio, que termina provocando graves daños a los hijos. Los padres cristianos deberían, pues, velar con cuidado para aparecer siempre, delante de sus hijos y de sus domésticos, en el poder de esa unidad que surge como resultado de su perfecta unión en el Señor. Y si, por desgracia, surgiese algún matiz de diferencia con respecto a tal o cual punto del gobierno doméstico, que lo conversen en privado, con oración y juicio propio, en la presencia de Dios; pero nunca sus divergencias de opinión deben quedar expuestas a la vista de aquellos que son objetos del gobierno, pues ello manifestaría una debilidad moral tal que haría que estos últimos menosprecien su gobierno.
“TU Y TU CASA” DE J. C. MACKINTOSH