La casa del creyente en el Antiguo Testamento
1 Noé y su casa
Cuando la iniquidad del mundo antediluviano había llegado a su colmo, y el Dios justo -quien estaba por devastar toda esta escena de corrupción con la recia corriente del juicio- tuvo que decidir el fin de toda carne, estas gratas palabras sonaron a oídos de Noé: “Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti he visto justo delante de mí en esta generación” (Génesis 7:1).
Se dirá sin duda, y con razón, que Noé era un tipo de Cristo, la cabeza justa de toda la familia de salvados, salvados en virtud de su unión con Él. Lo admito plenamente. Pero ello no quita que vea, en la historia de Noé, otra cosa además de un carácter típico; deduzco de aquí y de otros pasajes análogos un principio que, desde el comienzo mismo de este escrito, quisiera establecer con la mayor claridad, a saber: que la casa de cada siervo de Dios es, en virtud de su relación con Él, puesta en una posición de privilegio y, consiguientemente, de responsabilidad.
Este principio tiene infinitas consecuencias prácticas; y ello es lo que, con la bendición de Dios y por su gracia, nos proponemos examinar en el presente escrito. Pero lo que debemos hacer en primer lugar es tratar de establecer la veracidad de lo dicho por medio de la Palabra de Dios. Si simplemente fuésemos llevados a razonar por analogía, el principio en cuestión sería fácilmente demostrado; pues ¿qué persona que conoce el carácter y los caminos de Dios podría creer que Dios atribuye una inmensa importancia a lo que concierne a Su propia casa, y que no atribuye ninguna, o casi, a la de su siervo? ¡Sería imposible! Ello no guardaría consonancia con Dios, y Dios sólo puede obrar de forma consistente consigo mismo.
Pero no podemos limitarnos a tratar esta cuestión tan seria y tan profundamente práctica por pura analogía y meras deducciones. El pasaje recién citado es tan sólo el primero de una serie de varios textos que constituyen pruebas directas y positivas de lo que deseo hacer comprender. En Génesis 7:1 hallamos las significativas palabras: “Tú y tu casa” inseparablemente unidas. Dios no reveló a Noé una salvación sin provecho para su casa. Jamás contempló tal cosa. La misma arca que fue abierta para él, fue abierta también para los suyos. ¿Por qué? ¿Porque tenían fe? No; sino porque Noé la tenía, y porque ellos estaban unidos a él. Dios le dio a Noé, por así decirlo, un salvoconducto que habría de servir para él y para su familia. Lo repito, esto no debilita en absoluto el carácter típico de Noé. Yo veo en él este carácter; mas veo también en él, personalmente, este principio, a saber, que cualesquiera que sean las circunstancias, no podemos separar a un hombre de su casa. El hacerlo implicaría seguramente la más violenta confusión y la más baja desmoralización. La casa de Dios es puesta en una posición de bendición y responsabilidad, porque ella está unida a Él; y la casa del siervo de Dios está, por la misma razón, es decir, por estar unida a él, en una posición de bendición y responsabilidad. Tal es nuestra tesis.
2 Abraham y su casa
El segundo pasaje que quiero citar se refiere a la vida de Abraham. “Y Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer… ? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Génesis 18:17-19).
Aquí no se trata de una cuestión de salvación, sino de comunión con el pensamiento y los propósitos de Dios. Que el padre cristiano note y sopese solemnemente el hecho de que cuando Dios buscaba un hombre a quien pudiese revelar sus consejos secretos, escogió a aquel que poseía la simple característica de mandar “a sus hijos y a su casa” que guarden el camino del Señor.
Esto no puede dejar de demostrar, a una conciencia delicada, un aguzado principio; pues si hay un punto respecto del cual los cristianos han faltado más que sobre cualquier otro, es en el deber de mandar a sus hijos y a su casa que sirvan al Señor. Ellos seguramente no han tenido a Dios delante de sus ojos a este respecto; pues, al considerar todas las Escrituras referentes a los caminos de Dios respecto a Su casa, encuentro que en todos ellos hay una característica invariable: Dios ejerce su poder sobre el principio de la justicia. Él ha establecido firmemente y mantenido inquebrantablemente su santa autoridad. No importa el aspecto o el carácter exterior de la casa de Dios, el principio esencial de sus tratos con ella es inmutable: “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). El siervo debe siempre tomar a su Maestro como modelo; y si Dios gobierna su casa con un poder ejercido en justicia, así debo yo gobernar la mía; pues si, en algún detalle, difiero de Dios en mi conducta, debo evidentemente estar mal en ese detalle; esto está claro.
Pero Dios no solamente gobierna su casa como lo dijimos, sino que también ama, aprueba y honra con su confianza a aquellos que lo imitan. En el pasaje citado, lo oímos decir: «No puedo encubrir mis propósitos a Abraham.» ¿Por qué? ¿Por causa de su gracia y fe personales? No; simplemente porque “mandará a sus hijos y a su casa”. Un hombre que sabe mandar así a su casa, es digno de la confianza de Dios. Ésta es una asombrosa verdad, cuyo filo alcanzará, espero, la conciencia de los padres cristianos. La mayoría de nosotros, ¡ay!, al meditar Génesis 18:19, haríamos bien en prosternar nos delante de Aquel que pronunció y escribió esta palabra, y exclamar: «¡Qué fracaso de mi parte, qué vergonzoso y humillante fracaso!»
¿A qué se debe? ¿A qué se debe que hemos faltado a la solemne responsabilidad que nos ha tocado con respecto al gobierno de nuestra casa? Creo que hay una sola respuesta a esta pregunta: la razón es que no hemos hecho efectivo, por la fe, el privilegio conferido a esta casa, en virtud de su asociación con nosotros. Es notable que nuestros dos primeros pasajes nos presenten, con absoluta exactitud, las dos grandes divisiones de nuestro tema, a saber: el privilegio y la responsabilidad. En el caso de Noé, la palabra era: “Tú y tu casa”, en relación con la salvación. En el caso de Abraham, era: “Tú y tu casa” con relación al gobierno moral. La relación es a la vez notable y hermosa, y el hombre que falta en fe para apropiarse del privilegio, faltará en poder moral para llevar a cabo la responsabilidad.
Dios considera la casa de un hombre como parte de sí mismo, y el hombre no puede, en el más mínimo grado, ya en principio, ya en práctica, desconocer esta relación sin sufrir graves daños y sin causar perjuicios al testimonio.
Ahora bien, la pregunta para la conciencia de un padre cristiano, es ésta: «¿Cuento con Dios para mi casa; y gobierno mi casa para Dios?» Ésta es, seguramente, una pregunta solemne; sin embargo, es de temerse que muy pocos cristianos sienten su importancia y gravedad.
Puede que mi lector se sienta dispuesto a demandar un mayor número de pruebas bíblicas que el que se ha aducido, en cuanto a nuestro derecho de contar con Dios para nuestras casas. Voy, pues, a proseguir con las citas bíblicas.
3 Jacob y su casa
Leamos un pasaje con referencia a la historia de Jacob: “Dijo Dios a Jacob: Levántate y sube a Bet-el.” Estas palabras parecen haber sido dirigidas a Jacob personalmente; pero él jamás pensó, ni por un momento, en desligarse de su familia, ni en cuanto al privilegio ni en cuanto a la responsabilidad; por eso se añade. “Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el” (Génesis 35:1-3). Aquí vemos que un llamado hecho a Jacob, pone toda su casa bajo una responsabilidad. Jacob fue llamado a subir a la casa de Dios, y la pregunta que se presenta de inmediato a su conciencia, es: «¿Está mi casa en un estado conveniente para responder a tal llamado?»
¡Jesus es el Señor!
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