La casa del creyente en el Nuevo Testamento
Mas puede que se objete que todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre este punto, no respira más que la atmósfera del Antiguo Testamento, y que los principios y pruebas sólo han sido deducidos de allí. «Ahora, al contrario -se dirá-, Dios actúa hacia nosotros según el principio de la elección y de la gracia, el cual conduce al llamamiento individual de una persona, sin tener en cuenta ningún lazo ni ninguna relación doméstica, de modo que podemos hallar a un santo muy piadoso, devoto y adicto a las cosas celestiales, a la cabeza de una familia impía, desordenada y mundana.»
En oposición a esto, sostengo que los principios del gobierno moral de Dios son eternos y, por consiguiente, deberían ser los mismos y tener su aplicación en todas las edades. Dios no puede enseñar, en un tiempo, que un hombre y su casa son uno y que la cabeza debe gobernarla convenientemente, y luego, en otro tiempo, enseñar que el padre y su familia no son uno y que el padre es libre de dirigirla como le plazca. Esto es imposible.
La aprobación o la desaprobación de Dios respecto a tal o cual cosa deriva de lo que Él es en sí mismo; y como Dios gobierna su casa según lo que él es en sí mismo, él encomienda a sus siervos que dirijan sus casas según el mismo principio. La dispensación de la gracia o del cristianismo ¿ha anulado acaso este bello orden moral? ¡Oh, no! Al contrario; ha agregado, si es posible, nuevas trazas de belleza.
Si la casa de un judío era considerada como parte de sí mismo, la de un creyente ¿lo será tal vez menos? Por cierto que no. Sería hacer un triste abuso y una falsa aplicación de esa celestial palabra gracia, si se autorizara su uso para justificar el desorden y la desmoralización que prevalece en las casas de innumerables cristianos de nuestros días. ¿Es verdaderamente la gracia lo que hace que un padre dé rienda suelta a la voluntad de sus hijos? ¿Es la gracia lo que da libre curso a los caprichos, el mal genio, los apetitos y las pasiones de una naturaleza corrompida? ¡Ay, guardémonos de llamar a eso gracia, por miedo a perder la inteligencia del verdadero sentido de esta palabra, y a llegar a imaginar que la gracia es el principio de todo este mal! Llamemos a esto por su propio nombre: un monstruoso abuso de la gracia; una negación de Dios, no solamente como Gobernador de su propia casa, sino también como Administrador moral del universo: una flagrante contradicción de todos los preceptos inspirados que tratan sobre este tan importante tema.
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Ejemplos tomados del Nuevo Testamento
Ahora bien, dejando el Antiguo Testamento, veamos si no hallamos, en las sagradas páginas del Nuevo, amplias y numerosas pruebas en apoyo de nuestra tesis. En esta gran división del Libro de Dios, ¿el Espíritu Santo separa la familia de un hombre de los privilegios y responsabilidades que el Antiguo Testamento le confieren? Veremos muy claramente que él no hace nada de eso. Vayamos a las pruebas.
Cuando el Señor Jesús envía a sus apóstoles en misión, les dice: “Mas en cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos quién en ella sea digno, y posad allí hasta que salgáis. Y al entrar en la casa, saludadla. Y si la casa [no solamente el jefe] fuere digna, vuestra paz vendrá sobre ella; mas si no fuere digna, vuestra paz se volverá a vosotros” (Mateo 10:11-13). Por otra parte, Jesús le dijo a Zaqueo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:9-10).
Asimismo en la casa de Cornelio: “Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú y toda tu casa” (Hechos 11:13-14). Así fue dicho también al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31). Después vemos el resultado práctico: “Y llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios” (v. 34). En el mismo capítulo, Lidia, tras haber sido bautizada, así como su casa, dijo: “Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad” (v. 15).
“Tenga el Señor misericordia de la casa de Onesíforo”; y ¿por qué? ¿Acaso debido a las buenas acciones de esta casa hacia el apóstol? No -dijo Pablo-, sino porque él, Onesíforo, “me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas” (2.ª Timoteo 1:16). “Es necesario que el obispo sea irreprensible… que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?)” (1.ª Timoteo 3:2, 4-5).
En todas estas citas, hallamos la misma gran verdad, a saber, que cuando Dios visita a un hombre, confiriéndole bendiciones y responsabilidades, visita de la misma manera la casa de este hombre. Recorred toda la Escritura inspirada, desde el principio hasta el fin, y veréis este principio práctico cuidadosamente establecido y asentado. Es algo digno de Dios que lo hagamos conocer; pero, ¡ay, amados hermanos en el Señor, cuán infieles hemos sido y cuánto perjuicio hemos ocasionado al testimonio dado al Hijo de Dios en estos últimos tiempos por nuestras faltas a este respecto y a tantos otros!
El mal se ha manifestado, es verdad, bajo diversas formas: orgullo, vanidad, mundanalidad, espíritu carnal, motivos tristemente mezclados, impío despliegue de una energía puramente carnal o intelectual, empleo de la preciosa Palabra de Dios como un pedestal para elevarnos a nosotros mismos, miserables pretensiones a una posición en la Iglesia o en el mundo, afectación de dones, exposición desleal de principios cuya influencia jamás ha sido realmente experimentada por nuestras conciencias, presentación a los demás de una balanza en la que nosotros mismos jamás nos hemos pesado en presencia de Dios, lamentable estado de una conciencia que, de haber estado en regla, nos habría conducido a ver la manifiesta inconsecuencia que existe entre los principios que profesamos y nuestra manera de actuar.
En todas estas cosas, como en muchas otras, ha tenido lugar una de las más profundas y evidentes caídas, una caída que ha contristado al Espíritu Santo de Dios por el cual profesamos estar sellados, y que ha deshonrado el santo Nombre que es invocado sobre nosotros. El pensamiento de esta caída debería hacernos tomar el saco y las cenizas, cubrirnos de vergüenza y de confusión de rostro, conducirnos a la humillación y a la confesión, no un momento, un día o una semana, sino hasta que Dios mismo nos levante. A veces hemos tenido algunas reuniones de oración y de humillación, pero, ¡ay, hermanos, no bien estamos fuera, probamos, por la detestable ligereza de nuestro espíritu y de nuestra manera de ser, cuán poco hemos realmente juzgado nuestro estado delante de Dios! De esta manera, ¿cómo podría alcanzarse la tan profunda y extendida raíz del mal de nuestros corazones? Nuestra conciencia tiene necesidad de ser profundamente trabajada, a fin de que la semilla de la verdad divina no haya sido sembrada en vano. El instrumento de que Dios se sirve para trabajar y sembrar a la vez, es la verdad. Por consiguiente, Él nos coloca bajo la acción de esta verdad, produciendo, bajo su influencia, un corazón honesto y bondadoso, una conciencia delicada y un espíritu recto. Ahora bien, si la verdad actuara sobre nosotros de esta manera, ¿qué nos revelará? ¿Cuál es nuestro estado? ¿Qué es lo que somos en medio de esta esfera, en la cual el Amo nos ha mandado “negociar entretanto que viene”? Continua…
¡Jesus es el Senor!
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