LA CENA DEL SEÑOR (7)
¿Cuál es el significado de la Cena del Señor, y por qué la celebramos semanalmente los Cristianos?
2. Las circunstancias en que fue instituida la Cena del Señor
Una vez desarrollado el punto más importante de nuestro tema, pasaré a considerar, en segundo lugar, las circunstancias en que fue instituida la Cena del Señor. Estas circunstancias fueron particularmente solemnes e instructivas. El Señor estaba a punto de entrar en el combate contra todos los poderes de las tinieblas, de encontrar el odio asesino del hombre, y de beber hasta sus sedimentos la copa de la justa ira de Jehová contra el pecado. Le esperaba una mañana terrible, tal como ningún hombre ni ángel vio jamás. Sin embargo, leemos que el Señor, “la noche que fue entregado, tomó pan” (1.ª Corintios 11:23). ¡Qué amor sin egoísmo! La noche del más profundo dolor, la noche de su agonía, en que su sudor caía a tierra como gruesas gotas de sangre, la noche en que uno de sus discípulos lo traicionó, y otro lo negó, la noche en que todos sus discípulos lo abandonaron, esa misma noche, Su corazón, lleno de pensamientos de amor por los suyos, instituyó la Cena.
Él designó el pan como símbolo de su cuerpo partido, y el vino como símbolo de su sangre derramada; y ese mismo significado tienen ambos para nosotros hoy, todas las veces que participemos de ellos, pues la Palabra nos asegura que “todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1.ª Corintios 11:26).
Ahora bien, todo esto, podemos decir, le confiere una particular importancia y una sagrada solemnidad a la Cena del Señor; y, además, nos da una idea de las consecuencias de comer y beber indignamente[5]].
La voz que profiere la Cena del Señor en los oídos circuncisos es siempre la misma. El pan y el vino son símbolos de profundo significado: el grano quebrantado y la uva estrujada se combinan para dar fuerza y gozo al corazón. Y no solamente estos símbolos hablan por sí solos, sino que tenemos el deber de emplearlos en la Cena por el solo hecho de ser los emblemas que el Señor mismo estableció la noche anterior a su crucifixión. La fe, pues, puede contemplar al Señor Jesús presidiendo en su propia Mesa; puede verle tomar el pan y el vino, y oírle decir: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo”, y respecto a la copa: “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:26-27).
La Cena, pues, retrotrae al alma a esa misma noche en que el Señor la instituyó, y pone delante de nuestros ojos toda la realidad de la cruz y los profundos dolores del Cordero de Dios, y nuestras almas pueden descansar en estas cosas y regocijarse en ellas. Ella nos hace recordar, con la mayor solemnidad y majestuosidad, el abnegado amor y el don completo de Aquel que, en esas horas en que el Gólgota arrojaba ya sus sombras fúnebres sobre Su camino, y en que la copa de la justa ira de Dios contra el pecado estaba llena para Él, podía, sin embargo, ocuparse de nosotros y prepararnos una fiesta que expresa de la manera más maravillosa nuestra unión íntima con Él y con todos los miembros de su cuerpo. ¿No podemos inferir que el Espíritu Santo hizo uso de la expresión “la noche que fue entregado” con el propósito de remediar los desórdenes que habían surgido en la asamblea de Corinto? ¿No había en esa expresión un severo reproche contra el egoísmo de aquellos que tomaban “su propia cena”? ¿Podríamos, al mirar a la cruz, dar lugar al egoísmo en nuestro corazón? ¿Podríamos pensar en nuestros propios intereses o dar rienda suelta a nuestra satisfacción personal en la presencia de Aquel que se ofreció a sí mismo por nosotros? ¿Es posible, delante de esta cruz donde el Pastor del rebaño, la Cabeza del Cuerpo, fue crucificado, introducir principios por los cuales una parte de los amados miembros del rebaño de Cristo serían afligidos o excluidos? ¿No menospreciaríamos así, con frialdad y premeditación, a la Iglesia de Dios?[6] ¡De ninguna manera! Si los creyentes tan sólo mirasen firmemente a la cruz, si considerasen esa misma “noche que fue entregado”, si guardasen por la fe en sus corazones el pensamiento del cuerpo dado y de la sangre del Señor Jesucristo derramada por ellos, todo cisma, herejía, todo espíritu de partido y todo egoísmo habrían desaparecido muy pronto. Si siempre tuviésemos conciencia de que el Señor mismo está presente a su Mesa, y presto a dispensar el pan y el vino; si pudiésemos oírle decir: “Tomad esto, y repartidlo entre vosotros” (Lucas 22:17), estaríamos en mejores condiciones de reunirnos con todos nuestros hermanos sobre el único terreno de la comunión cristiana que Dios puede reconocer. En una palabra, la persona de Cristo es el centro divino de unión. “Yo -dijo el Señor- si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Cada creyente puede oír a su amado Señor pronunciar desde la cruz estas palabras que conciernen a todos aquellos que creen como Él: “He ahí tus hermanos.” Y si esta palabra fuese verdaderamente entendida, actuaríamos, de alguna manera, tal como el discípulo amado lo hizo respecto a la madre de Jesús; nuestros corazones y nuestras casas serían abiertos a todos aquellos que son recomendados a nuestro amor y a nuestros cuidados. La Palabra dice: “Recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (Romanos 15:7). Cont…