Ese Increíble Cristiano
El esfuerzo corriente de muchos líderes religiosos, de querer armonizar el cristianismo con la ciencia y la filosofía, y cada cosa razonable y natural, es el resultado, a mi parecer, de la falla en conocer qué es realmente el cristianismo. Y a juzgar por lo que oigo y leo, de no conocer realmente qué es asimismo la ciencia y la filosofía.
En el corazón del sistema cristiano se halla la Cruz de Cristo con todas sus sublimes paradojas. El poder del cristianismo se nota siempre en antipatía con las maneras del hombre caído, nunca en concordancia con él. La verdad de la cruz se revela por sus contradicciones. El testimonio de la iglesia es más efectivo cuando ella declara que cuando ella explica, porque el evangelio se dirige a la fe, y no a la razón. Lo que puede ser probado no requiere fe para ser aceptado. La fe descansa sobre el carácter de Dios, no sobre las demostraciones del laboratorio o la lógica.
La cruz se halla en fuerte oposición al hombre natural. Su filosofía corre en sentido contrario al proceso de la mente del hombre no regenerado. Por eso decía el apóstol Pablo que la predicación de la cruz es locura para los hombres. Tratar de hallar un fondo común entre el mensaje de la cruz y la razón del hombre caído es procurar lo imposible, y si se insiste en ello, se hallará una mente deteriorada, una cruz sin significado y un cristianismo sin fuerza. Bajemos todo el problema de las alturas de la teoría, y observemos simplemente al verdadero cristiano mientras pone en práctica las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles. Notemos las contradicciones.
El cristiano cree que él ha muerto con Cristo, y al mismo tiempo se muestra más vivo que nunca y con la seguridad de vivir para siempre. Camina sobre la tierra mientras cree que ya está sentado con Cristo en los cielos, y aunque nacido en esta tierra, siente, después de su conversión, que su hogar ya no está más aquí. Y al igual que el milano, que en el aire es la esencia de la gracia y la belleza, pero cuando está en el suelo es feo y torpe, así el cristiano está en su mejor forma cuando se lo ve en los cielos y no lo es tanto cuando está en medio de la sociedad que lo vio nacer.
El cristiano aprende pronto que si él desea ser victorioso como un hijo del cielo entre los hombres de la tierra, no debe seguir las normas comunes de la humanidad, sino precisamente lo contrario. Para estar seguro se pone en peligro; pierde su vida para poder salvarla, y corre riesgo de perderla si procura preservarla. El baja para poder elevarse. Si rehúsa humillarse, ya ha sido humillado, pero cuando se humilla, entonces es ensalzado.
Es fuerte cuando es débil, y es débil cuando se siente fuerte. Aunque pobre, tiene poder para hacer a otros ricos; y cuando se hace rico pierde su habilidad de enriquecer a otros. El tiene más cuando ha dado más, y tiene menos cuando posee más. El puede ser, y a menudo lo es, alto cuando se cree bajo, y más santo cuando más consciente de pecado. Es sabio cuando reconoce que no sabe nada, y sabe menos cuando ha adquirido un gran acopio de conocimiento. A veces hace más por no hacer nada, y adelanta más cuando se queda parado. El es feliz en medio de sus cargas y conserva alegre su corazón, aun en la tristeza.
Constantemente se revela el carácter paradójico del cristiano. Por ejemplo, él sabe que ya está salvado ahora, sin embargo, espera una gran salvación que ha de ser revelada, y mira gozoso al tiempo de su futura redención. Teme a Dios, pero sin embargo, no huye con miedo de él. Ante la presencia de Dios se siente sobrecogido y desecho; sin embargo, nada desea más que estar en la presencia de Dios. Sabe que sus pecados han sido todos limpiados y al mismo tiempo es penosamente consciente de que en su carne no mora cosa buena. Ama supremamente a Uno a quien nunca ha visto, y aunque pobre y humilde, habla confiadamente con Uno que es Rey de reyes y Señor de señores, y no halla ninguna incongruencia en ello. Sabe que vale poco y menos que la nada, y sin embargo cree sin una duda que él es la cosa más preciada para el Altísimo y sabe que por él el Eterno Hijo de Dios se hizo carne y murió en la vergonzosa cruz.
El cristiano es un ciudadano del reino de los cielos, y presta a esa ciudadanía su primera obediencia; pero también ama a su tierra natal con todo su corazón y ora, como Juan Knox— ¡Señor, dame Escocia o si no me muero! Espera con ansia todos los días ser trasladado al Hogar celestial, no obstante eso, no tiene apuros en dejar este mundo y está dispuesto a esperar el llamado del Padre Celestial. Y es incapaz de comprender por qué los incrédulos critican esta aparente falta de consistencia; él ve todo de la manera más sensata clara y razonable posible.
El cristiano portador de la cruz junto con Cristo es al mismo tiempo un pesimista y un optimista, de una clase que es imposible hallarla en el resto de los mortales. Cuando mira la cruz es un pesimista, porque sabe que el mismo juicio que cayó sobre el Señor de gloria condena, en ese solo hecho, toda la naturaleza y todo el mundo de los hombres. Rechaza toda humana esperanza aparte de Cristo, porque sabe que los más nobles esfuerzos de los hombres son solo polvo edificando sobre polvo. Pero también es un optimista incorregible. Si la cruz condena al mundo, la resurrección de Cristo garantiza el triunfo final del bien por todo el universo. Por medio de Cristo todo saldrá bien al fin, y el cristiano vive en esperanza tranquila de ese triunfo. ¡Increíble cristiano!
A.W. Tozer
¡Jesus es el Señor!