LOS ELEMENTOS DE LA ADORACIÓN GENUINA
La gloria que me diste, Yo les he dado, para que sean uno,
así como nosotros somos uno.
Juan 17:22
La adoración no está limitada a las emociones y a los sentimientos, sino que es una actitud interna y una forma de pensar sujetas a grados de perfección y de intensidad. No es posible adorar siempre con el mismo grado de temor reverente y de amor, pero estos dos elementos siempre deben estar presentes.
Cuando un padre está cansado y su negocio le da problemas, es posible que no ame a su familia con la misma intensidad. Aunque tal vez no tenga el sentimiento del amor por su familia, este sigue estando ahí porque no se trata solo de un sentimiento; es una actitud y una forma de pensar, así como un acto constante sujeto a diversos grados de intensidad y de perfección.
Teniendo esto en mente, quiero definir la adoración como debería encontrarse en la Iglesia. Abarca una serie de factores o ingredientes, tanto espirituales como emocionales.
Una definición de la adoración
Primero, la adoración debe sentirse en el corazón. Uso el verbo “sentir” osadamente y sin disculparme. No creo que debamos ser un pueblo sin sentimientos. Yo llegué al reino de Dios a la manera antigua. Creo que conozco algo de la vida emocional que va unida a la conversión; por lo tanto, creo en los sentimientos. No creo que debamos guiarnos por ellos, pero sí creo que si no tenemos sentimientos en nuestro corazón, estamos muertos. Si usted se despertara por la mañana y de repente no tuviera sensación alguna en su brazo derecho, llamaría a un médico. Tendría que usar la mano izquierda para marcar el número, porque la derecha estaría insensible. No lo dude: todo lo que no tiene sensación está muerto. La verdadera adoración, entre otras cosas, es un sentimiento del corazón.
La adoración significa sentir en el corazón y expresar de una manera adecuada una sensación humilde pero deliciosa de asombro admirativo. La adoración humilla a una persona como nada más puede hacerlo. El hombre egoísta, presuntuoso, no puede adorar a Dios, como no puede hacerlo un demonio arrogante. Antes de que haya adoración, debe haber humildad en el corazón.
Cuando el Espíritu Santo viene y abre los cielos hasta que el mundo se queda atónito por lo que ve, y cuando sumido en una maravilla de asombro confiesa la Presencia increada de Dios, frente a ese misterio antiguo, tenemos adoración. Si no hay misterio, no hay adoración; si entiendo a Dios, no puedo adorarlo.
Nunca me pondré de rodillas y diré: “Santo, santo, santo” a alguien a quien yo pueda comprender. Aquello que puedo entender, nunca me llenará de temor reverente, de asombro, maravilla o admiración. Pero en la presencia de ese misterio antiguo, de esa majestad inexpresable que los filósofos han llamado mysterium tremendum, y al que nosotros que somos hijos de Dios llamamos “Padre nuestro que estás en los cielos”, me inclinaré en humilde adoración. Esta actitud debería estar presente hoy en todas las iglesias.
Blaise Pascal (1623-1662) fue una de las mentes más preclaras que haya existido. Cuando aún no había cumplido los veinte años, escribió libros avanzados sobre Matemáticas, que asombraron a las personas. Se convirtió en un gran filósofo, matemático y pensador.
Una noche conoció a Dios, y todo su mundo cambió. Anotó su experiencia en una hoja de papel mientras aún estaba reciente en su mente. Según su testimonio, desde las diez y media a las doce y media de la noche se sintió anonadado por la presencia de Dios. Para expresar su sensación, escribió una palabra: “fuego”.
Pascal no era un fanático ni un campesino inculto con semillas de heno en el pelo. Era un gran intelectual. Dios llegó hasta él y, durante dos horas, experimentó algo que más tarde solo pudo definir como fuego.
Después de su experiencia, oró; y para guardar un recordatorio de esta oración, la escribió: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los entendidos”. Esta no era una oración para alguien que ora leyendo oraciones preestablecidas; no fue un ritual religioso formal. Fue la manifestación extática de un hombre que pasó dos horas maravillosas y extraordinarias en la presencia de su Dios. “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los entendidos. Dios de Jesucristo... Tu Dios será mi Dios. Olvidar al mundo y todo lo que hay en él, excepto a Dios... Solo se lo encuentra de las maneras que enseña el evangelio... Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido. Gozo, gozo, lágrimas de gozo...”. Y tras esto escribió un “Amén”, dobló la hoja, la metió en el bolsillo de su camisa y allí la guardó.
Aquel hombre podía explicar muchos misterios del mundo, pero se sintió sobrecogido ante la maravilla de las maravillas, Jesucristo. Su adoración fluyó de aquel encuentro con el “fuego”, y no de su entendimiento de quién y qué es Dios.
Cuatro ingredientes de la adoración
He dado una definición funcional de la adoración; ahora quiero definir cuatro factores o ingredientes principales de ella.
La confianza
Hoy día hay muchos que no pueden adorar de manera correcta porque no tienen una opinión de Dios lo bastante buena. En nuestra creencia, El se ha reducido, modificado, editado, cambiado, corregido, hasta que ya no se parece al Dios que vio Isaías, alto y sublime, sino a otra cosa. Y como en la mente de las personas Dios se ha visto reducido, ellas no tienen esa confianza ilimitada en su carácter, que distinguió a una generación anterior de cristianos.
La confianza es necesaria para el respeto. Sin confianza en un hombre, es difícil respetarlo. Ampliemos esto hacia arriba, aplicándolo a Dios. Si no podemos respetarlo, es imposible adorarlo. Hoy día en la Iglesia, nuestra adoración sube y baja dependiendo del concepto alto o bajo que tengamos de Dios. Debemos empezar siempre por Él, el punto donde comienzan todas las cosas. En todas partes, y siempre, Dios debe ser el precursor; Dios siempre llega primero, siempre antes; Él siempre precede. El Dios que encontramos no es ese dios barato y casero que podemos comprar en nuestros tiempos, rebajado de precio porque ha caducado. En lugar de eso, a quien debemos adorar es al Dios y Padre, el Dios asombroso, misterioso, que dirige el mundo y sostiene el universo en sus grandes manos.
Una cosa que necesitamos en estos tiempos es renovar la adoración. Debemos rescatar nuestro concepto de Dios de las deplorables profundidades en las que ha caído. El no necesita que lo rescatemos, pero sí debemos rescatar nuestros conceptos, sumidos en un estado caído y terriblemente desacertado, que impide una adoración pura y deleitosa.
La confianza ilimitada es esencial. Sin una confianza absoluta en Dios, no puedo adorarlo. Es imposible sentarse con un hombre y tener comunión con él si tenemos motivos para pensar que va a causarnos un perjuicio, que quiere engañarnos o tomarnos el pelo. Debemos respetar a Dios antes de poder sentarnos a su lado y disfrutar de una comunión mutua, que es el meollo de la adoración pura.
Cuando nos acerquemos a Dios, debemos elevar a El nuestros afectos y nuestra confianza. Y en su presencia, debemos estar libres de toda duda, nerviosismo, preocupación o temor de que quiere engañarnos, decepcionarnos, transgredir su pacto o hacer algo malo. Hemos de estar convencidos hasta el punto en que podamos entrar en su presencia con total confianza y decir: “Dios será veraz, aunque todos los hombres sean mentirosos”. El Dios de toda la tierra no puede hacer el mal; y cuando podamos pensar así en su presencia, habremos empezado a adorarlo.
La admiración
El segundo componente de nuestra adoración es la admiración.
Es posible respetar a una persona y no admirarla especialmente. Lo mismo es aplicable a Dios. Alguien puede sentir un respeto teológico por Dios que sea puramente académico, mientras al mismo tiempo no admire a Dios, o incluso sea incapaz de admirarlo. Pero cuando Dios hizo al hombre a su imagen, le dio la capacidad de apreciación, el poder de estimar y admirar a su Creador.
Uno de los mayores maestros bíblicos de su generación, el Dr. D. Watson, hablaba a menudo del amor que sentimos por Dios. Él enseñaba dos tipos de amor: el amor de la gratitud y el amor de la excelencia. Podemos amar a Dios porque le estamos agradecidos, o podemos superar ese grado y amar a Dios por ser quien es. Un niño puede amar a su padre o a su madre por gratitud, lo cual es correcto; desde luego, debe hacerlo. Unos años más tarde, cuando llegue a conocer a sus padres, o quizá cuando ellos ya no estén, recordará que los amaba también movido por el amor de la excelencia.
Hay algunas personas a las que se supone que amamos, pero sin excelencia. Usted debe amarlas con un amor infundido; no puede amarlas con un amor nacido de la excelencia de ellas mismas. El Dios todopoderoso es excelente, por encima de cualquier otro ser. Es excelente, de modo que este amor de la excelencia sobrepasa al amor de la gratitud. Los hijos de Dios raras veces superan el amor que sienten por Él por lo bueno que Dios ha sido con ellos. Pocas veces escuchamos a alguien que ora admirando a Dios y alabando su excelencia, y diciéndole hasta qué punto es excelente. Los salmos lo hacen, y Cristo también, como los apóstoles, pero hoy día no lo oímos mucho. Esta generación ha producido cristianos que son, principalmente, cristianos de Papá Noel. Buscan a Dios ansiosamente para colocar un árbol de Navidad lleno de regalos. Son agradecidos a Dios, y es bueno y correcto mostrar gratitud por todas las cosas que Él hace por nosotros, y todos los bienes, grandes y pequeños, que nos da. Sin embargo, este tipo de amor es inferior, elemental.
Más allá de este, tenemos el amor de la excelencia, con el cual podemos presentarnos ante Dios y no tener prisa por marcharnos, permaneciendo delante de Él, porque nos encontramos frente a la excelencia completa e infinita. Naturalmente, usted la admira, y este conocimiento puede crecer hasta que su corazón se haya elevado a la excelencia del amor y de la admiración.
La fascinación
El tercer componente que descubro en la adoración es la fascinación.
La fascinación debe estar llena de entusiasmo moral. Usted no puede leer la Biblia mucho tiempo sin descubrir que Dios fascinó a algunas personas. Se sintieron fascinadas por Él, llenas de un elevado entusiasmo moral. Sería difícil encontrar mucho de esto en la iglesia estadounidense promedio.
En todos los casos en que a Dios se lo conoce ciertamente mediante la iluminación del Espíritu Santo, surge la fascinación y el entusiasmo moral y elevado. Es una fascinación capturada, paralizada y arrebatada por la presencia y la persona de Dios. Fascinarse significa quedarse atónito y maravillado frente a la elevación, la magnitud inconcebible y el esplendor de Dios.
Para mí hay dos opciones: Dios o el agnosticismo. No conozco muchas iglesias que quisieran apuntarse a esa carrera frenética. No quiero formar parte de ningún grupo religioso en el que cada persona no es más que una pieza del engranaje: el pastor gira la manivela y, si todo sale bien al final del año, y no se ha producido un déficit, es que es buena persona. A mí no me interesa en absoluto nada de esto. Quiero empezar y acabar en Dios. Por supuesto, es imposible abarcar a Dios, el cual es infinito.
Muchos de los himnos de la Iglesia nacieron de esta admiración y esta fascinación en los corazones de los hombres.
“¡Oh, Jesús, Jesús, querido Señor, perdóname si digo, por amor, tu nombre mil veces cada día”. Esto lo escribió un hombre, Fredrick W. Faber (1814-1863), fascinado por lo que vio. Admiró a Dios hasta quedarse encantado y anonadado frente a la maravilla de su elevación y su magnitud inconcebibles, y el esplendor moral de ese ser al que llamamos Dios.
La alabanza
El cuarto componente de la adoración es la alabanza.
La adoración es un calor blanco vuelto incandescente por el fuego del Espíritu Santo, y supone amar con todo la fuerza que llevamos dentro. Supone sentir, amar con temor, asombro, anhelo y reverencia. Me estremezco al ver que hay muchas personas en la Iglesia actual que hacen cosas relativas a la adoración que van directamente en contra de este espíritu de adoración. La adoración no puede ser fruto de la manipulación de un líder de alabanza.
Sí, es cierto que predican que Jesús murió por nosotros, y dicen: “Pues bien, si usted cree eso y lo acepta, todo irá bien”. Pero no hay fascinación, ni admiración, ni adoración, ni amor, temor, asombro, anhelo, reverencia, hambre ni sed. Me pregunto si de verdad han conocido a Dios. ¿Cómo pueden conocerlo y no verse elevados a la atmósfera sagrada de la adoración?
Una pareja joven tiene su primer hijo y colocan en la cuna su pequeño cuerpecito, cálido, que mueve manos y pies. Aman a su bebé y seguirán haciéndolo. Lo aman porque está vivo. Nunca ha habido un muñeco, creado por un artista con gran talento, tan hermoso y semejante a una persona, que haya podido producir esa mirada asombrada y reluciente en los ojos de una pareja. Esto solo lo puede provocar un recién nacido. No tiene por qué ser guapo; basta con que sea su bebé, vivo y cálido. Hoy no se diferencia entre este cristianismo vacío de “inserte su moneda” y diga que soy salvo (que hoy día pasa por cristianismo auténtico) y el cristianismo de nuestros padres, donde las personas alababan a Dios con impresionante asombro y adoración.
El obispo James Usher solía bajar a la ribera del río los sábados y pasar la tarde de rodillas en la presencia de Dios, inmerso en una adoración formidable. El yerno de Jonathan Edwards, David Brainerd, se arrodillaba en la nieve y se concentraba hasta tal punto en la adoración, la oración y la intercesión que cuando acababa de orar, la nieve se había derretido en un amplio círculo a su alrededor. John Fletcher, el santo del metodismo, solía ponerse de rodillas en el suelo de su habitación vacía. Cuando hubo acabado su vida y partió a la presencia del Señor, descubrieron que sus rodillas habían dejado una huella en los tablones del suelo. Las paredes de su cuarto estaban manchados con su aliento, en los puntos donde había esperado en Dios y donde había adorado en la hermosura de la santidad.
Tengo mucho cuidado cuando uso el verbo “adorar”. Me niego a decir de una persona: “¡Oh, la adoro!”. Me gustan los bebés, y las personas, pero nunca los adoro. Personalmente, uso la palabra “adoración” solo en referencia a Aquel que la merece.
En ninguna otra presencia, y ante ningún otro ser, puedo arrodillarme con temor, maravillado y anhelante, y sentir esa sensación de posesión que clama: “Mío, mío”. Hay quienes tienen tanta ausencia de naturalidad espiritual que les parece incorrecto decir “mío”.
He repasado algunos himnarios y en determinados casos he detectado que los editores han modificado los himnos de Wesley y de Watts. Sustituyeron los “yo”, los “mí” y los “míos”, y han puesto “nuestro”. “Te amo, oh Dios” pasa a ser “Te amamos, oh Dios”.
Como son tan modestos, no los imagino diciendo “yo”, sin embargo cuando alaban a Dios exclaman: “¡Oh, Dios, tú eres mi Dios, de madrugada te buscaré!”. Esto se convierte en una experiencia amorosa entre Dios y la persona. Sí hay un “yo” y un “tú”.
Pablo era así, al igual que David, Isaías, Moisés y el resto. Yo deseo poseer a Dios; “Dios es mi Dios”; “el Señor es mi pastor, nada me faltará; en lugares de delicados pastos me hará descansar”.
¿Se imagina lo que habría hecho un editor con este pasaje? “El Señor es nuestro pastor, nada nos faltará; en lugares de delicados pastos nos hará descansar”. Es cierto que esto es unidad. Por consiguiente, todos nos echamos juntos, pero nadie posee nada que señale a un “yo”. Usted puede decir “Dios y yo”, y tendría sentido, pero también puede decir “nosotros y Dios” y pronunciar palabras vacías.
A menos que haya podido encontrarse con Dios en la soledad del alma, usted y Dios, como si no hubiera nadie más en el mundo, nunca sabrá lo que significa amar a otras personas.
Esta adoración es el deseo de derramarse a los pies de Dios; lo deseamos, queremos postrarnos a sus pies.
Cuando intentaba huir del rey Saúl, David sintió un ramalazo de nostalgia y dijo: “Oh, si pudiera echar un trago del antiguo pozo de Belén, como cuando era niño”. Uno de sus hombres, que buscaba un ascenso, fue hasta el pozo arriesgando su vida y le trajo agua a David. Este tomó la copa y dijo: “No puedo beber esto: es sangre. Esto te ha costado el resto de tu vida”. Y derramó el agua como ofrenda a Dios.
David conocía bastante al Señor, tenía una confianza ilimitada en el carácter de Dios y había llegado a admirarlo y a amarlo por su excelencia. La consagración no es difícil para la persona que ha conocido al Señor. Esta persona insiste en entregarse plenamente a Dios.
La lista que he descrito —confianza, admiración, fascinación, alabanza— contiene estos factores con diversos grados de intensidad, por supuesto. Condicionan nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones. Están en todas partes y en todo momento, y reflejan la gloria que tuvo Cristo ante el mundo: “la gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (Jn. 17:22 y ss.).
He leído sobre un ser que Dios creó, el cual andaba en medio de las piedras de fuego y estaba lleno de sabiduría y de belleza física (Ez. 28:14-16).
El Antiguo Testamento nos dice que en algún lugar, mucho más lejos de donde pueda llegar el cohete con más autonomía, Dios creó un querubín con ese propósito. Era una criatura creada sin vergüenza ni temor, que ardía en la presencia de Dios, cubriendo las piedras de fuego delante del trono. Se enamoró de su propia belleza, y Dios le dijo: “Eres impuro”. La mayoría de maestros de la Biblia cree que se trata del diablo. Aquel ser fue creado para adorar a Dios, pero dirigió su alabanza hacia sí mismo, y Dios lo destituyó.
Lo que me preocupa es que, a menos que se produzca un verdadero avivamiento espiritual y Jesús tarde un poco más en volver, necesitaremos a misioneros de Africa o de la China para que reintroduzcan el cristianismo en Norteamérica. Dios no siente un cariño especial por naciones, edificios o denominaciones. Quiere que lo adoremos. Cuando la Iglesia pierde su amor, se enferma.
Nacemos para adorar y, si no adoramos a Dios en la hermosura de su santidad, hemos perdido el motivo para nacer. La adoración es una experiencia deliciosa, extraordinaria, humillante y maravillosa, que podemos disfrutar en diversos grados, y si usted tiene todas estas cosas, podrá vivir en medio de ella. Si es adorador, nunca tendrá que abandonar la Iglesia. Podrán cerrar el edificio y marcharse lejos, pero no habrá abandonado en absoluto la Iglesia, porque llevará su santuario dentro de su ser; nunca la dejamos atrás.
Si usted sabe que su corazón está frío, entonces aún no es un corazón duro; Dios no lo ha rechazado. Por lo tanto, si siente un anhelo interior, es porque Dios lo ha puesto allí. No lo ha puesto en su interior para burlarse de usted, sino para que usted pueda estar a la altura. Dios pone en su corazón el cebo del anhelo. No le da la espalda; lo coloca allí porque El está esperándolo. Decida ahora mismo que va a superar esa forma de vivir espiritualmente fría.
Hay un himno maravilloso, que tradujo Juan Wesley, que expresa este pensamiento mejor que cualquier otra cosa que yo pueda imaginar.
Jesús, tu amor por mí sin límites
Paul Gerhardt (1607-1676)
Jesús, tu amor por mí sin límites
ningún pensamiento puede llegar, ni lengua declarar.
Te doy mi corazón agradecido,
para que reines sin rival allí.
Tuyo soy, tuyo soy.
Sé Tú solo la Llama constante en mí.
Oración
Padre nuestro, te alabamos porque tu corazón es ciertamente ilimitado. Nuestra maldad, gracias a ti, tiene grandes límites que ha establecido tu gracia, y se ve superada por la infinitud de tu amor. Concede a mi corazón una verdadera confianza en tu presencia. Te lo ruego en el nombre de Jesús. Amén.
Continua en… El misterio de
LA VERDADERA ADORACIÓN
“Amados, somos hechos a imagen y semejanza de Dios Gen. 1:26
para adorar a Dios, en el Espiritu” Jn 4:23-24
¡Jesus es el Señor!