LA IMPRESION QUE DEJA EL ESPIRITU
EXPRESAMOS LO QUE SOMOS
(2 R. 4:8-9).
Ser siervos de Dios no depende de nuestras palabras ni de nuestras acciones, sino de lo que expresamos. Si lo que expresamos no concuerda con nuestras palabras y acciones, los demás no recibirán ninguna ayuda de nuestra parte. Lo que expresemos es muy crucial.
Algunas veces decimos que tenemos una buena impresión de cierta persona, o que otra nos causa mala impresión. ¿De dónde proviene la impresión que dejan las personas? No es de sus palabras, pues si así fuera, diríamos que una persona es buena si sus palabras son buenas o que es mala si son malas, y ni siquiera hablaríamos de la impresión. La impresión que recibimos de alguien es independiente de sus palabras y hechos. Mientras la persona habla o actúa, emite algo más subjetivo que brota de su mismo ser, lo cual nos causa cierta impresión.
Lo que deja una impresión nuestra en otros es la característica más sobresaliente de nuestra persona, nuestro rasgo peculiar. Si tenemos una mente natural intacta y sin ley, siempre que nos relacionemos con los hermanos, lo primero que percibirán serán nuestros pensamientos, y eso será lo que cause una impresión en ellos. Tal vez lo más fuerte de nosotros sea nuestras emociones; posiblemente seamos extremadamente efusivos o totalmente fríos. Si nuestras emociones no han sido quebrantadas por el Señor, cada vez que interactuemos con los demás, brotarán espontáneamente. La impresión que otros reciban será producto de nuestras emociones. Nuestra peculiaridad brotará de nosotros y dejará una impresión de nosotros en los demás. Podemos controlar nuestras palabras y acciones, mas no lo que fluye de nuestro ser, pues lo que predomine en nosotros se expresará en forma espontánea.
En 2 Reyes encontramos el relato de una mujer sunamita que hospedó a Eliseo. Leamos lo que la Biblia dice al respecto: “Aconteció también que un día pasaba Eliseo por Sunem; y había allí una mujer importante, que le invitaba insistentemente a que comiese; y cuando él pasaba por allí, venía a la casa de ella a comer. Y ella dijo a su marido: He aquí ahora, yo entiendo que éste que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios” (2 R. 4:8-9). Este profeta sólo pasaba por Sunem; no dio ningún mensaje ni efectuó milagro alguno; lo único que hizo fue aceptar la invitación a comer. La mujer pudo darse cuenta de que era un hombre de Dios simplemente por la forma en que él comía. El expresó algo cuando estaba a la mesa.
Es crucial que nos preguntemos: “¿Qué impresión reciben de mí los demás? ¿Qué expreso yo?” Ya hemos dejado en claro que el hombre exterior debe ser quebrantado, pero si esto no sucede, la impresión que otros reciban será solamente la de nuestro hombre exterior. Cada vez que hablemos con otros, les daremos la desagradable sensación de nuestro egocentrismo, nuestra necedad y nuestro orgullo, o tal vez reciban la impresión de que somos personas muy sagaces y elocuentes. Puede ser que logremos causar una buena impresión en los que nos escuchan, pero ¿satisface también a Dios tal impresión? ¿Suple la necesidad de la iglesia? En realidad, ni Dios es satisfecho ni la iglesia necesita nuestra presunta buena impresión.
Hermanos, tanto Dios como la iglesia requieren que nuestro espíritu se libere. Por lo tanto, es urgente y crucial que nuestro hombre exterior sea quebrantado. Si dicho quebrantamiento no se efectúa, nuestro espíritu no podrá liberarse, y nosotros no podremos dejar en otros la impresión del espíritu.
En una ocasión, un hermano compartió sobre el Espíritu Santo, pero sus palabras, su actitud y sus comentarios sólo expresaban un hombre lleno del yo. Todos los que lo escuchaban se sentían incómodos. El tema que estaba presentando era el Espíritu Santo, pero su ser entero estaba lleno de su yo, y era eso lo que expresaba. Si lo que sale de nosotros es nuestro yo, eso será lo que los demás recibirán. Tal vez nuestro tema sea excelente y nuestro mensaje muy elocuente; sin embargo, el propósito y el beneficio de una disertación así serán completamente nulos. No debemos prestar atención sólo a las doctrinas, pues Dios no está interesado en las doctrinas sino en que nuestra persona sea quebrantada. Si no lo logra, seremos de poca utilidad para Su obra. Además, sólo podremos dar enseñanzas espirituales, sin dejar una impresión espiritual. Sería una pena que enseñáramos asuntos espirituales, y dejásemos una impresión completamente natural, una impresión de uno mismo. Esta es la razón por la que insistimos tanto en que nuestro hombre exterior debe ser quebrantado.
Una y otra vez Dios ordena las circunstancias con el fin de quebrantar la característica más sobresaliente de nuestra persona. En ocasiones somos tan duros que un solo golpe no es suficiente para doblegarnos, y por eso Dios tiene que darnos una segunda o tercera dosis de disciplina. El no descansará hasta que nuestro rasgo natural más sobresaliente sea totalmente quebrantado.
Lo que el Espíritu Santo realiza en nosotros por medio de Su disciplina es muy diferente de lo que normalmente recibimos al escuchar un mensaje. Cuando oímos un mensaje, por lo general entendemos la enseñanza mentalmente, y luego esperamos meses o años hasta que la palabra recibida llega a ser una realidad en nuestra experiencia. Primero entendemos el mensaje y más adelante somos conducidos a la realidad. Pero cuando se trata de la disciplina del Espíritu Santo, el proceso es muy distinto, pues en el momento en que vemos la verdad, recibimos su contenido; ambos hechos ocurren simultáneamente. No entendemos la enseñanza primero y después recibimos el contenido, como en el primer caso. Es extraño que entendamos las doctrinas rápidamente, pero que nuestro aprendizaje por medio de la disciplina tome tanto tiempo. Muchas veces con oír cierta enseñanza una sola vez, podemos recordarla posteriormente; pero aunque la disciplina del Espíritu Santo nos venga en repetidas ocasiones, permanecemos aturdidos, sin entender lo que nos sucede. Si el Señor no puede quebrantarnos con un solo golpe, seguirá obrando y no se detendrá, así tenga que disciplinarnos una, dos, diez, cien o las veces que sean necesarias para lograrlo; pues sólo cuando lo consiga, veremos la verdad. Por lo tanto, la obra de disciplina del Espíritu Santo tiene dos aspectos: derribar lo natural y edificar lo espiritual. Una vez que el creyente pase la experiencia de la disciplina, será edificado y verá la verdad; será demolido y edificado. Sólo entonces podrá tocar la realidad delante del Señor, y podrá decir: “Le agradezco al Señor porque ahora puedo ver que todos estos años de disciplina han tenido el único propósito de librarme de mi característica personal sobresaliente”. Demos gracias al Señor porque El quita los obstáculos que hay en nosotros al golpearnos repetidas veces.
“El quebrantamiento del hombre exterior y la liberación del Espiritu.”
Ningún verdadero siervo del Señor debe permitir que sus pensamientos y emociones actúen independientemente. Cuando su hombre interior requiera liberación, el hombre exterior deberá proporcionarle un canal por el cual el espíritu pueda salir y llegar a otros. Si no hemos aprendido esta lección, nuestra efectividad en la obra del Señor será muy limitada.
“Señor, por el bien de la iglesia, por el avance del evangelio, para que Tu tengas libertad de actuar y para que yo mismo pueda avanzar espiritualmente, me entrego a Ti total e incondicionalmente. Señor, con gusto y humildemente me pongo en Tus manos. Estoy dispuesto a que te expreses libremente por medio de mí”.
Watchman Nee
¡Jesús es el Señor! - Jesus is Lord - Jesus ist der Herr - Yeshua adonai - Gesù è il Signore - Jésus est Seigneur - Ιησους ειναι ο Λορδος - Иисус – Господь - يسوع هو الرب - 耶稣是主 - 主イエスは - Jesus é o Senhor - Jesus är Herre
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