LA CENA DEL SEÑOR (4)
Cont… punto 1
¿Cuál es el significado de la Cena del Señor, y por qué la celebramos semanalmente los Cristianos?
La Cena del Señor y su relación con la unidad del Cuerpo de Cristo
Otro principio importante está relacionado con el carácter de la Cena del Señor: se trata del reconocimiento inteligente de la unidad del Cuerpo de Cristo. “El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1.ª Corintios 10:16-17). Una gran confusión reinaba sobre este punto en Corinto, que se hallaba en tristes circunstancias: los creyentes parecían haber perdido completamente de vista este gran principio de la unidad de la Iglesia. Por eso el apóstol observa: “Cuando os reunís, pues, vosotros, esto no es comer la cena del Señor. Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena” (1.ª Corintios 11:20-21). Lo que vemos aquí no es unidad, sino aislamiento; una cuestión individual, y no corporativa: “su propia cena” estaba en vivo contraste con “la Cena del Señor”. La Cena del Señor demanda que todo el cuerpo sea plenamente reconocido; si no lo fuere, ello no sería otra cosa que sectarismo: el Señor mismo habrá perdido su lugar. Si la Mesa del Señor fuese erigida sobre un principio más estrecho que aquel que incluye a todo el Cuerpo de Cristo, se convertiría en una mesa sectaria, que perdería su derecho sobre los corazones de los creyentes. Pero cuando una mesa es erigida sobre el principio divino de la unidad del Cuerpo de Cristo, el cual incluye a todos los miembros del Cuerpo simplemente como tales, todo aquel que se rehúse a presentarse a ella, se hace culpable de cisma[2] , según los claros principios de 1.ª Corintios 11: “…oigo que hay entre vosotros divisiones [lit.: cismas][2]; y en parte lo creo. Porque es preciso que entre vosotros haya disensiones [lit.: herejías][2], para que se hagan manifiestos entre vosotros los que son aprobados” (v. 19).
Cuando el gran principio de la unidad de la Iglesia ha sido perdido de vista por cualquier parte del cuerpo, habrán de surgir “herejías”2, las cuales son necesarias a fin de que los que son aprobados se manifiesten como tales; y, en tales circunstancias, cada uno tenía la responsabilidad de aprobarse a sí mismo, y comer. Los “aprobados” están en contraste con los “herejes”, es decir, con aquellos que hacen su propia voluntad[3] . Uno podría argumentar: «Las numerosas denominaciones que existen en la cristiandad actual, ¿no constituyen un obstáculo para la reunión de todo el cuerpo en uno? Y, en tales circunstancias, ¿no sería mejor si cada denominación o cada partido tuviese su propia mesa?» Una respuesta afirmativa no haría más que probar que el pueblo de Dios no es más capaz de actuar conforme a los principios divinos, y que se halla en la triste posición de dejarse guiar por la conveniencia humana. ¡Bendito sea Dios, tal no es el caso! La verdad divina permanece inalterable. Lo que el Espíritu Santo enseña en 1.ª Corintios 11 es válido para todos los tiempos y para todos los miembros de la Iglesia de Dios. Si bien en la asamblea de Corinto había impiedad, divisiones y herejías, así como las hay hoy día en la Iglesia profesante, el apóstol no permitió que los creyentes levantasen mesas separadas, ni tampoco que dejasen de partir el pan. No; él simplemente buscaba inculcarles los principios y la santidad que constituyen la base de la reunión al Nombre de Jesús, e invita a aquellos que podían “aprobarse a sí mismos”, a comer. La expresión de la Palabra es “coma así”. Nuestro primer interés, pues, debe ser comer “así”, tal como el Espíritu Santo nos lo enseña, es decir, reconociendo verdaderamente la santidad y la unidad de la Asamblea de Dios[4] .
Cuando la Iglesia es menospreciada, el Espíritu Santo es contristado y deshonrado y, sin duda, todo terminará finalmente en un frío formalismo y en una completa esterilidad espiritual. Cuando la inteligencia propia toma el lugar del poder espiritual, y los dones y talentos humanos sustituyen a los del Espíritu Santo, el fin no puede ser sino muy triste, como “los sequedales en el desierto”.
La verdadera manera de progresar en la vida divina es viviendo para la Iglesia, y no para nosotros mismos. Aquel que vive para la Iglesia, está en plena armonía con la mente del Espíritu, y necesariamente deberá crecer. Pero aquel que vive para sí mismo, aquel cuyos pensamientos giran en torno de sí, y cuyas energías se concentran en sí mismo, pronto se volverá entumecido y formalista y, casi con seguridad, abiertamente mundano. Sí, se volverá mundano en algún sentido de ese tan amplio término. La Iglesia y el mundo se hallan en total oposición; pero no hay otro aspecto del mundo en que esta oposición sea más evidente, que en el aspecto religioso. Cuando se lo examina a la luz de la presencia divina, se verá que casi ninguna otra cosa es más hostil a los verdaderos intereses de la Iglesia de Dios, que aquello que comúnmente se llama el «mundo religioso».
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