La casa del siervo de Dios en el libro del Éxodo
Nos remitimos ahora a los primeros capítulos del libro del Éxodo, donde vemos que tan sólo una de las cuatro objeciones de Faraón a dejar que Israel fuese plenamente liberado, se refería específicamente a los niños (Éxodo 10:8-9): “Y Moisés y Aarón volvieron a ser llamados ante Faraón, el cual les dijo: Andad, servid a Jehová vuestro Dios. ¿Quiénes son los que han de ir? Moisés respondió: Hemos de ir con nuestros niños y con nuestros viejos, con nuestros hijos y con nuestras hijas; con nuestras ovejas y con nuestras vacas hemos de ir; porque es nuestra fiesta solemne para Jehová.” La razón por la cual debían tomar a los niños y a todos los que estaban con ellos, era que tenían que celebrar una fiesta solemne a Jehová. La naturaleza podía decir: «Oh, ¿qué es lo que estas criaturitas podrían comprender acerca de tal fiesta? ¿No temeríais que pudiesen hacerse formalistas?» La respuesta de Moisés es simple y decisiva: Hemos de ir con nuestros niños, etc. (v. 9) porque es nuestra fiesta solemne para Jehová.
Los padres israelitas no tenían la idea de que debían buscar una cosa para sí mismos y otra para sus hijos. No suspiraban por Canaán para ellos y por Egipto para sus hijos. ¿Cómo habrían podido nutrirse del maná del desierto o del fruto del país de la promesa, entretanto sus hijos se estuviesen alimentando de los puerros, las cebollas y los ajos de Egipto (Números 11:5)? ¡Imposible! Ni Moisés ni Aarón habrían comprendido tal manera de actuar. Ellos sentían que un llamado de Dios dirigido a ellos, era un llamado dirigido a sus hijos, y, además, si no hubieran estado plenamente convencidos de ello, tan pronto como habrían salido de Egipto por un camino, sus hijos los habrían hecho regresar por otro. Que tal habría sido el caso, Satanás bien lo sabía; por eso puso en boca de Faraón esta objeción: “No será así; id ahora vosotros los varones, y servid a Jehová” (Éxodo 10:11). Esto es precisamente lo que muchos cristianos profesantes hacen o más bien tratan de hacer en la actualidad. Profesan salir de Egipto para servir al Señor, pero dejan allí a sus niños. Profesan haber realizado el “camino de tres días” por el desierto; en otras palabras, profesan haber dejado el mundo, estar muertos al mundo, y resucitados con Cristo, como quienes poseen una vida celestial, y como herederos de una gloria celestial, la cual constituye su esperanza. Pero dejaron a sus hijos atrás, en manos de Faraón, o más bien de Satanás. Han renunciado al mundo para sí mismos, pero no pudieron hacerlo para sus hijos. Por eso, en el día del Señor, ellos revisten la profesión de extranjeros y peregrinos; cantan himnos, pronuncian oraciones y enseñan principios, dando muestras de ser personas muy avanzadas en la vida celestial y que, por su experiencia real, tocan las fronteras de Canaán (en espíritu, naturalmente, ya están allí); pero ¡ay, desde el lunes por la mañana, cada uno de sus actos, cada uno de sus hábitos, cada uno de sus objetivos contradice su profesión de la víspera! Sus hijos son formados para el mundo. El alcance, el objeto y el tipo de educación[3] que reciben, así como la elección de su carrera, es de carácter totalmente mundano, en el sentido más cierto y estricto del término. Moisés y Aarón no habrían podido admitir tal manera de actuar, como tampoco un corazón moralmente sincero y una mente recta podrían comprenderlo.
Yo no debería tener para mis hijos ningún otro principio, ninguna otra porción ni ninguna otra perspectiva que la que tengo para mí mismo; ni tampoco debería prepararlos con vistas a otra cosa. Si Cristo y la gloria celestial son suficientes para mí, también lo son para ellos; pero entonces la prueba de que ellos son suficientes para mí debiera ser inequívoca. El carácter de un padre o de una madre cristianos debería ser tal que no diera lugar a la menor sombra de duda en cuanto al verdadero propósito que abriga en su alma o al objeto positivo de su corazón. ¿Qué pensaría mi hijo si le dijera que mi deseo ardiente es que sea partícipe de Cristo y del cielo, cuando, al mismo tiempo, lo educo para el mundo? ¿Qué creerá? ¿Qué es lo que ejercerá la más poderosa influencia en su corazón y en su vida: mis palabras o mis actos? Que la conciencia responda y que su respuesta sea recta y franca: que proceda de las más íntimas profundidades del alma, y que demuestre indisputablemente que la cuestión ha sido comprendida en toda su fuerza y gravedad. Creo verdaderamente que ha venido el tiempo para que los cristianos busquen actuar en la conciencia de unos a otros.
Debe ser evidente para todo hombre de oración que observa con atención el estado actual del mundo cristianizado, que éste presenta un aspecto muy enfermizo; que su tono está miserablemente bajo; en una palabra, que debe tener en sí algo radicalmente malo. En cuanto al testimonio relativo al Hijo de Dios, ¡ay, es algo que raramente, muy raramente, se tiene en cuenta! La salvación personal parece constituir, para el noventa y nueve por ciento de los cristianos profesantes, el todo de lo que les interesa, como si fuésemos dejados aquí abajo para ser salvos, y no, como salvos, para glorificar a Cristo.
Ahora bien, con afecto y también con fidelidad, quisiera preguntar a mis lectores si gran parte del fracaso en el testimonio práctico para Cristo ¿no se podría atribuir justamente al descuido del principio que hallamos implicado en estas palabras: “Tú y tu casa”? Estoy convencido de que este descuido tiene mucho que ver al respecto. Una cosa es cierta: mucho de mundanalidad, de confusión y de mal moral se ha deslizado en medio de nosotros, porque nuestros hijos han sido dejados en Egipto. Muchos que, diez, quince o veinte años atrás, tomaron en la Iglesia una posición eminente de testimonio y de servicio, y que parecían estar de todo corazón dedicados a la obra del Señor, ahora han vuelto atrás de una manera tan lamentable que no tienen la fuerza para mantener sus cabezas arriba del agua, y menos todavía para ayudar a otros a mantenerse en pie. Todo esto profiere una fuerte voz de advertencia para los padres cristianos que formaron una familia: Guardaos de dejar a vuestros hijos en Egipto. Más de un corazón de padre quebrantado, en este presente tiempo, ha quedado sumido en llantos y gemidos por no haber sido fiel en el gobierno de su casa. El tal dejó a sus niños en Egipto, en un tiempo malo de crasas ilusiones; y ahora que con una real fidelidad, tal vez, y una seria afección, se atreve a dejar deslizar unas palabras en los oídos de aquellos que han crecido a su alrededor, él no encuentra sino corazones indiferentes que hacen oídos sordos a sus advertencias, pero que se aferran con decisión y con vigor a ese Egipto en el cual él los dejó por su incredulidad e inconsecuencia. Éste es un hecho duro, cuya sola mención podría atormentar a más de un corazón; más la verdad debe ser declarada; pues aunque pudiera herir a algunos, bien podría ser una saludable advertencia para otros.