El gobierno de los hijos
Aparte de la casa propiamente dicha, el otro punto que veo incluido en la expresión “Tú y tu casa” es el gobierno de los hijos. ¡Ah, éste es un punto doloroso y profundamente humillante para muchos de nosotros, puesto que revela un cúmulo de tristes fracasos! El estado de los hijos tiende a manifestar, más que toda otra cosa, el estado moral de los padres. La medida real de mi renunciamiento a mí mismo y al mundo, se mostrará constantemente en los pensamientos que tengo acerca de mis hijos y en la manera en que trato con ellos y los dirijo. Yo hago profesión de haber renunciado al mundo en cuanto a mí personalmente; pero, ¿he renunciado también al mundo para mis hijos? Algunos exclamarán: «Pero ¿cómo podría hacerlo? Mis hijos no son convertidos y, por consiguiente, son del mundo.» Aquí de nuevo se revela el verdadero estado moral del corazón de aquel que habla así. Él mismo realmente no ha renunciado al mundo, y sus hijos le sirven de pretexto para echar mano nuevamente de las cosas a las que otrora profesó renunciar, pero que en realidad guardaba en el corazón. Mis hijos ¿son o no parte de mí? Seguramente que sí. Pues bien, si yo profeso haber dejado el mundo para mí mismo (Gálatas 6:14), y aun así lo busco para ellos, ¿qué es eso sino la extraña anomalía de un hombre que está mitad en Egipto y mitad en Canaán? Bien sabemos dónde está realmente este hombre en su totalidad: el tal está, de hecho y de corazón, enteramente en Egipto.
Hermanos, es aquí donde debemos juzgarnos a nosotros mismos. La dirección de nuestros hijos testifica contra nosotros. Supongamos que les damos a nuestros hijos maestros de música y danza: éstos no son seguramente los agentes que el Espíritu Santo elegiría para llevarlos a Cristo, ni tampoco ello guarda ninguna armonía con el elevado y santo nazareato al que somos llamados. Si yo los educo para el mundo antes que para el testimonio de Cristo, ello demuestra que Cristo no es la porción que mi alma ha elegido como plenamente suficiente para mí y como la más apreciada. Pues en fin, lo que estimaría suficiente para mí, yo lo estimaría suficiente para mis hijos, los cuales son parte de mí; y ¿sería tan insensato como para educarlos para este mundo y para Satanás, que es su príncipe? ¿Alimentaría en ellos y consentiría aquellas cosas respecto de las cuales hice profesión de haber dado muerte en relación conmigo? ¡Ello es un grave error! Y tarde o temprano veremos las tristes consecuencias. Si dejo a mis hijos en Egipto, ello implica que yo mismo estoy allí todavía. Si los dejo gozar de Babilonia, ello indica que yo mismo amo todavía sus falsos deleites. Si mis hijos pertenecen de hecho a un sistema religioso corrupto y mundano, es porque, en principio, yo mismo pertenezco a él. “Tú y tu casa” son uno; Dios los ha hecho uno, y “lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo 19:6).
Ésta es una verdad solemne y escudriñadora, a la luz de la cual podemos ver claramente el mal que significa hacer o dejar que nuestros hijos sigan una senda respecto de la cual hemos profesado haber vuelto la espalda para siempre, por creer firmemente que ella desemboca en el infierno. Profesamos estimar como “estiércol” y “escoria” (Filipenses 3:
, la literatura, los honores, las riquezas, las distinciones y los placeres del mundo; pues bien, las mismas cosas que hemos declarado ser sólo obstáculos para nuestra carrera cristiana, y que hemos profesado haber desechado para nosotros mismos, ¿las recomendaríamos diligentemente a nuestros hijos como esenciales para su progreso? Actuar así sería olvidar completamente que las cosas que son obstáculos para nosotros, no pueden absolutamente ser una ayuda para nuestros hijos, si queremos que ellos logren el mismo objetivo que nosotros. Sería infinitamente mejor y más sincero quitar la máscara de nuestra propia mundanalidad y declarar francamente que no hemos abandonado el mundo absolutamente; y nada podría poner mejor esto de manifiesto que nuestros hijos.
Yo creo que, por el estado de nuestras familias, el justo juicio del Señor muestra cuál es el estado real del testimonio entre nosotros. En un gran número de casos, los hijos de los cristianos son conocidos como los más salvajes e impíos del vecindario. ¿Debiera ser así? ¿Tendría Dios por aceptable el testimonio de padres de tales hijos? ¿Estos hijos serían así, si los padres marcharan fielmente delante de Dios en cuanto a sus casas? A todas estas preguntas uno debería necesariamente responder: no. Si los padres cristianos tan sólo hubiesen mantenido firmemente en su conciencia este principio: “Tú y tu casa”, y el mismo hubiese penetrado inteligentemente en su mente, habrían comprendido que podían contar con Dios y clamar a él, tanto para el testimonio de su casa como para el suyo propio, los cuales, en realidad, no pueden ser separados, por más que se lo intente de la manera que fuere, pero en vano.
¡Cuán a menudo uno se sintió acongojado al oír palabras como éstas: «El tal es un muy querido hermano, piadoso y devoto; pero es una lástima que tenga los hijos más descarados y salvajes del vecindario, y que su casa presente tan triste mezcla de indisciplina y confusión»! Pregunto qué valor tiene el testimonio de tal hombre delante de Dios. ¡Ay, muy poco por cierto! Él puede ser salvo, pero la salvación ¿será todo lo que hemos de desear? ¿Acaso no hemos de dar ningún testimonio? Y si lo hubiere, ¿cuál es? y ¿dónde debiera ser rendido? ¿Habrá de estar limitado a los bancos de un salón de reunión, o ha de ser visto también en nuestras casas? ¡Que el corazón responda!
Uno podrá decir: «Nuestros niños desearán y tendrán necesidad de algunos goces del mundo, y no podemos rehusárselos: no podemos poner viejas cabezas sobre jóvenes hombros.» A ello respondo: Nuestros corazones también con frecuencia anhelan gozar de varias cosas del mundo; ¿satisfaríamos todos sus deseos? No -espero-, pero sí los juzgaríamos. Entonces hagamos exactamente lo mismo con los deseos de nuestros niños. Si veo que mis hijos suspiran tras el mundo, debo inmediatamente juzgarme y disciplinarme a mí mismo delante de Dios, clamándole a él que me dé la capacidad necesaria para reprimir estos pensamientos mundanos, de modo que el testimonio no sufra. No puedo sino creer que si el corazón de los padres está, del centro a la circunferencia, purificado del mundo, de sus principios y de sus deseos, ello ejercerá una poderosa influencia sobre toda su casa.
Esto es lo que hace esta cuestión de tan vasta magnitud y de tanta importancia práctica. ¿Es mi casa un criterio exacto por el que puedo juzgar mi real estado moral? Yo creo que toda la enseñanza de la Escritura está a favor de una respuesta afirmativa; y esto es lo que hace nuestro tema particularmente solemne. ¿Cómo marcho como jefe de familia? Mi carácter y mi conducta ¿son lo suficientemente inequívocos de modo de resultar a todos evidente que mi supremo y único objeto es Cristo, y que yo no estoy más dispuesto a educar a mis hijos para el mundo ni a desear el mundo para ellos, que a abrir ante ellos, si pudiera, las puertas del infierno y dejar que entren? Siento que esto calará hondo en nosotros y nos sobrecogerá de temor; no obstante, pienso que es nuestro deber proseguir con esta interrogante hasta sus últimos límites.
¿De dónde proviene, en muchos de los casos, esta terrible profanación, esa disposición a burlarse de las cosas sagradas, esa absoluta aversión por las Escrituras y por las reuniones en donde se abren esas Escrituras, y ese espíritu escéptico e incrédulo, tan deplorablemente manifiesto en los hijos de cristianos profesantes? ¿Osará alguno decir que esto no es una falta de los padres? ¿No se debe esto, en gran parte, a la triste incongruencia que existe entre los principios profesados y la conducta seguida por los padres? Yo creo que sí.
Continua…
¡Jesus es el Senor!
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