EL GOBIERNO DE LOS HIJOS Continuacion…
Los niños son perspicaces observadores, y muy pronto descubren lo que son realmente sus padres. Ellos sacan sus conclusiones, no tanto de las oraciones y las palabras de sus padres, sino, de una manera mucho más expeditiva y exacta, de los actos de aquéllos, de donde disciernen en seguida los principios y los motivos. Y aunque los padres les enseñen que el mundo y los caminos del mundo son malos, y aunque oren para que todos los miembros de su familia conozcan y sirvan al Señor, no obstante, si se los educa para el mundo, si se procura muy industriosamente que progresen en él, que se agarren fuertemente de él y que logren tener éxito en él mediante toda oportunidad que se presente, festejando su éxito cuando ellos mismos han logrado que sus hijos se establecieran en el mundo, todas las demás enseñanzas y todas las oraciones se tornarán ineficaces. Los hijos comenzarán a decir en sus corazones: «¡Ah, el mundo es un buen lugar después de todo, pues nuestros padres dan gracias a Dios por habernos dado un destino, un lugar, en este mundo, que consideran como un significativo favor de la Providencia divina. Todo lo que ellos dicen, pues, acerca de estar muertos al mundo y resucitados con Cristo, cuando declaran que el mundo está bajo juicio y que nosotros somos extranjeros y peregrinos en él, todos esos dichos peculiares de ellos deben ser considerados como cosas sin sentido o, de lo contrario, los cristianos -así llamados- deben ser considerados como unos embusteros!» ¿Quién podría dudar de que tales razonamientos como éstos nunca se le han cruzado por la mente a muchos hijos de padres profesantes? No tengo la menor duda de ello. La gracia de Dios, sin duda, es soberana, y puede triunfar sobre todos nuestros errores y fracasos; pero ¡oh, pensemos en el testimonio, y velemos porque nuestras casas sean realmente administradas para Dios y no para Satanás.
Pero puede que se diga: «¿Cómo se las arreglarán nuestros hijos para salir adelante y satisfacer sus necesidades? ¿No es necesario que progresen en la vida? ¿No es necesario que estén en condiciones de ganarse su pan?». Sin duda que sí. Dios nos ha hecho para trabajar. El hecho mismo de que él nos haya dado dos manos prueba que no debemos ser ociosos. Pero yo no veo la necesidad de conducir con fuerza a mis hijos dentro de un mundo que yo mismo he abandonado, con el objeto de darles un medio de trabajo. El Dios Altísimo, el Poseedor de los cielos y de la tierra, tuvo un Hijo, su único Hijo, el heredero de todas las cosas, por quien asimismo hizo el universo; y cuando envió a su Hijo al mundo, no le aseguró ninguna profesión erudita, sino que fue conocido como “el carpintero” (Marcos 6:3). Eso ¿no nos dice nada? ¿No nos enseña nada?
Ahora, Cristo ha ascendido a lo alto y se sentó a la diestra de Dios. Así resucitado, es nuestra Cabeza, nuestro Representante y nuestro Modelo; pero nos ha dejado un ejemplo, para que sigamos sus pisadas (1.ª Pedro 2:21). ¿Seguimos Sus pisadas al procurar hacer que nuestros hijos progresen y se destaquen en este mismo mundo que le crucificó? Seguramente que no; más bien hacemos lo contrario, y el resultado de ese curso de acción no tardará en manifestarse, pues está escrito: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Si con respecto a nuestros hijos sembramos para la carne y para el mundo, podemos saber lo que cosecharemos. Pero no quisiera que de ninguna manera se me malinterprete: no estoy diciendo que un padre cristiano debiera colocar a sus hijos por debajo del nivel en que el Señor le ha puesto a él mismo. No creo que estuviera justificado para hacer esto. Si mi llamamiento fuese uno piadoso, ello será lo apropiado para mis hijos, así como lo es para mí. Todos no pueden ser carpinteros, es cierto; sin embargo, uno siente que, en un tiempo de progreso como el presente, donde la gran divisa pareciera ser: «Adelante y arriba en el mundo», el corazón encuentra una profunda gloria moral en el hecho de que el Hijo de Dios -el Creador y Sustentador del universo- haya sido conocido entre los hombres únicamente como “el carpintero”. Esto seguramente nos enseña que los cristianos no debiéramos estar procurando «grandes cosas» para nuestros hijos.
No solamente con respecto al objeto de la educación de nuestros hijos hemos faltado y arruinado el testimonio, sino que hemos pecado también al no haberlos mantenido, en general, en sujeción a la autoridad paterna. A este respecto, ha habido una gran falta de parte de los padres cristianos. El espíritu del presente siglo es un espíritu de independencia y de insubordinación. “Desobedientes a los padres”, constituye uno de los rasgos de la apostasía de los últimos días (2.ª Timoteo 3:2), y nosotros hemos personalmente contribuido a su desarrollo mediante una aplicación completamente falsa del principio de la gracia, como también por no ver que la relación de padre y de madre comprende un principio de autoridad ejercido en justicia, sin el cual nuestras casas presentarían un triste espectáculo de anarquía y confusión. No proviene de la gracia el hecho de mimar y consentir una voluntad no santificada. Nos afligimos por no tener una voluntad quebrantada y sumisa, y, al mismo tiempo, nos esmeramos en fortalecer la voluntad propia de nuestros hijos. ¡Qué incongruencia!
A mi juicio, siempre es una prueba de debilidad en el ejercicio de la autoridad paterna, así como de ignorancia respecto a la manera en que el siervo de Dios debe gobernar su casa, el hecho de que un padre o una madre le diga a su hijo: «¿Quieres esto o aquello? ¿Quieres hacer tal cosa o tal otra?». Esta pregunta, por simple que parezca, tiende directamente a crear o alimentar eso mismo que debiéramos reprimir y someter por todos los medios a nuestro alcance, es decir, el ejercicio de la voluntad propia en el niño. Por eso, en vez de decirle al niño: «¿Quieres hacer tal cosa?», digámosle primeramente lo que él debe hacer, y jamás permitamos que se le cruce por la cabeza la idea de poner en duda nuestra autoridad. La voluntad de un padre debe ser considerada como suprema por su hijo, pues el padre está para él en el lugar de Dios. Todo poder pertenece a Dios, y Él ha investido de poder a Su siervo, ya sea como padre o como madre. Si, pues, el hijo o el siervo resisten a este poder, resisten a Dios.
En cuanto a los siervos, se dice: “Todos los que están bajo el yugo de esclavitud, tengan a sus amos por dignos de todo honor, para que no sea blasfemado el nombre de Dios y la doctrina” (1.ª Timoteo 6:1). Notad que se dice: “Dios y la doctrina.” ¿Por qué? Porque se trata de una cuestión de poder. El nombre de Cristo y la doctrina ponen al amo y al siervo en un mismo nivel, como miembros del mismo cuerpo (en Cristo Jesús no hay diferencia, Gálatas 3:28); pero cuando salgo de allí y me adentro en las relaciones de aquí abajo, me encuentro con el gobierno moral de Dios que hace a uno amo y a otro siervo; y toda infracción cometida contra el orden establecido por este gobierno atraerá un juicio infalible.