El gobierno moral de Dios
Es de inmensa importancia tener un claro entendimiento de la doctrina del gobierno moral de Dios. Ello resolvería muchas dificultades y zanjaría un sinnúmero de cuestiones. Este gobierno se ejerce con una decisión y una justicia particularmente solemnes. Si buscamos en la Escritura todo lo relativo a este tema, hallaremos que, en cada caso en que ha tenido lugar un error o un pecado, este mal ha producido indefectiblemente sus frutos. Adán tomó del fruto prohibido y, al instante, fue expulsado del jardín a un mundo gimiente bajo el peso de la maldición causada por su pecado. Jamás fue reemplazado en el paraíso. La gracia, es verdad, intervino, y le hizo la promesa de un Libertador (Génesis 3:15); además, ella cubrió su desnudez (Génesis 3:21). Sin embargo, su pecado produjo su resultado. Adán tropezó, y jamás recobró lo que había perdido por ello.
Moisés, en las aguas de Meriba, abrió su boca con ligereza y, de inmediato, el Dios justo le prohibió la entrada en Canaán. En este caso también la gracia intervino, y aportó algo mejor que lo que había sido perdido: pues era mucho mejor contemplar, desde la cumbre del Nebo, las llanuras de Palestina en compañía de Jehová, que habitarlas con Israel (Deuteronomio 34:1-5).
En el caso de David, hallamos también el mal seguido de su consecuencia. David cometió adulterio, y esta sentencia solemne fue inmediatamente pronunciada: “No se apartará jamás de tu casa la espada” (2.ª Samuel 12:10). Aquí también la gracia abundó, y David se gozó de ello, con un sentimiento más profundo, cuando ascendía la cuesta de los Olivos con los pies descalzos y la cabeza cubierta, como jamás lo había disfrutado en medio de los esplendores del trono (2.ª Samuel 15:30). Sin embargo, su pecado produjo sus resultados. David cometió una falta, y jamás recobró lo que perdió.
De ninguna manera este principio -del pecado que lleva su fruto- se limita meramente a los tiempos del Antiguo Testamento. También tenemos varios ejemplos en el Nuevo Testamento. Vemos a Bernabé, por ejemplo, expresar su deseo -aparentemente muy conveniente- de conservar la sociedad de su sobrino Marcos (Hechos 15:37). Desde ese momento, Bernabé pierde el honorable lugar que tenía en los registros del Espíritu Santo, quien no hace ninguna mención más de él. Su lugar fue luego ocupado por un corazón más enteramente devoto, más libre de los afectos puramente naturales, que el de Bernabé[9].
El gobierno moral de Dios es una verdad de la mayor importancia; es tal, que aquel que obra mal, cosechará indefectiblemente el fruto de su mal, independientemente de que sea creyente o incrédulo, santo o pecador. La gracia de Dios puede perdonar el pecado, y lo hará, seguramente, todas las veces que el pecado fuere juzgado y confesado; pero como el pecado asesta un golpe a los principios del gobierno moral de Dios, es menester que el ofensor sea llevado a sentir su falta. Él cometió un error, y necesariamente deberá sufrir las consecuencias. Ésta es una verdad muy solemne, pero particularmente saludable, cuya acción ha sido miserablemente entorpecida por falsas nociones acerca de la gracia. Dios nunca permite que su gracia estorbe su gobierno moral. No podría hacerlo, porque ello causaría confusión, y “Dios no es Dios de confusión” (1.ª Corintios 14:33).
El gobierno de la casa y las consecuencias de su ejercicio
Con respecto a esto ha habido muchos fracasos en el gobierno de nuestras casas. Hemos olvidado el principio del justo gobierno que Dios ha puesto ante nosotros, y que Él nos ha dado un ejemplo al ejercerlo.
Mi lector no debe confundir el principio del gobierno de Dios con Su carácter. Estas dos cosas son distintas. El primero es justicia, el segundo es gracia; pero lo que quiero hacer resaltar ahora, es el hecho de que la relación de padre y de madre implica un principio de justicia, y que si este principio no recibe su debido lugar en el gobierno de la familia, deberá haber confusión. Si veo a un niño, extraño para mí, haciendo mal, no tengo ninguna autoridad de parte de Dios para ejercer una justa disciplina respecto de él; pero no bien veo a mi propio hijo haciendo mal, deberé disciplinarlo; simplemente porque soy su padre.
Mas puede que uno diga que la relación de padre a hijo es una relación de amor. Es verdad; está fundada en el amor, como está escrito: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seáis llamados hijos de Dios” (1.ª Juan 3:1). Mas aunque esta relación esté fundada en el amor, ella es ejercida en justicia, pues está escrito también: “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1.ª Pedro 4:17). Así también Hebreos 12 nos enseña que el hecho mismo de ser hijos legítimos nos coloca bajo la justa disciplina de la mano del Padre. Y en Juan 17, la Iglesia es encomendada a los cuidados del Padre santo para que la guarde en su nombre.
Continua….