El gobierno moral de Dios Cont…
Ahora bien, todas las veces que los padres cristianos pierden de vista esta gran verdad, sus casas han caído en el desorden. No supieron gobernar a sus hijos y, como consecuencia de ello, sus hijos, con el tiempo, los han gobernado a ellos, pues es menester que el gobierno esté en alguna parte; y si aquellos en cuyas manos Dios puso las riendas, no las tienen como debieran, ellas caerán pronto en malas manos. ¿Podrá haber algo más triste y vergonzoso que ver a los padres gobernados por sus hijos? No dudo de que, a los ojos de Dios, ello presenta una terrible mancha moral, que seguramente atraerá tarde o temprano Su juicio. Un padre que deja deslizar de sus manos las riendas del gobierno, o que no las retiene tenazmente, falta gravemente a su santa y elevada responsabilidad de ser, para su familia, el representante de Dios y el depositario de Su poder. Yo no creo que tal hombre pueda jamás recuperar completamente su posición ni ser, en su tiempo y generación, un fiel testigo de Dios. Puede ser un objeto de la gracia; pero un objeto de la gracia y un testigo para Dios son dos cosas completamente diferentes. Esto puede explicar el lamentable estado de muchos hermanos. Ellos han faltado totalmente a su deber de gobernar sus casas según el Señor, y por eso han perdido su verdadera posición y su influencia moral; de ahí que su energía se viera paralizada, sus bocas cerradas, su testimonio anulado; y si alguno de ellos quisiera alzar su voz débilmente, el dedo del escarnio señalará de inmediato a su familia, trayendo rubor a sus mejillas y remordimientos a su conciencia.
No todos tienen siempre un parecer correcto sobre este tema, y buscan las causas del fracaso en sus fuentes legítimas. Muchos se apresuran demasiado a considerar como algo natural e inevitable el hecho de que sus hijos hayan de crecer en la desobediencia y la mundanalidad. Sostienen que «mientras los niños son chicos, es natural y está bien que así sea; pero esperemos que vengan más grandes, y veremos que nos veremos obligados a dejarlos irse al mundo.» Ahora bien, me pregunto: ¿Es según el pensamiento de Dios que los hijos de Sus siervos hayan de crecer necesariamente en la mundanalidad y la insubordinación? Jamás podría creer tal cosa. Pues bien, si no es el pensamiento de Dios que los niños crezcan así; si Dios, en su misericordia, ha abierto a los niños de Sus santos los mismos senderos que a estos últimos; si Él autoriza a los padres cristianos a elegir para su familia la misma parte que, por Su gracia, han elegido para sí mismos; si, después de todo esto, los hijos crecen en la mundanalidad y haciendo su propia voluntad, ¿qué conclusión puede sacarse, sino que los padres han faltado y pecado gravemente en el ejercicio de su relación y de su responsabilidad, para perjuicio de los hijos y para la deshonra del Señor? Pero ¿deben ellos hacer un principio general de lo que no es sino el resultado de su infidelidad, y pronunciar que todos los hijos de cristianos deben crecer como los de ellos? ¿Harán bien en desalentar a los padres jóvenes a que elijan el terreno de Dios relativo a sus hijos proponiéndoles sus abominables fracasos, en vez de alentarlos a poner ante ellos la infalible fidelidad de Dios hacia todos aquellos que le buscan en el camino de Sus mandamientos? Actuar así sería imitar al viejo profeta de Betel que, por hallarse él mismo en el mal, procuró arrastrar también a su hermano en él, contribuyendo a que fuese muerto por un león a causa de su desobediencia a la Palabra del Señor (1.º Reyes 13).
Para resumir, la propia voluntad de mis hijos revela la propia voluntad de mi propio corazón, y un Dios justo se sirve de ellos para castigarme a mí, por cuanto yo no me he castigado a mí mismo, no supe juzgarme a mí mismo. Ver el asunto desde este ángulo es particularmente solemne, y demanda un profundo escudriñamiento del corazón. Para ahorrar disgustos, hemos dejado que el mal siga su curso en nuestra familia, y ahora mis hijos han crecido alrededor de mí y son como espinas en mi costado, porque no los he educado para Dios. Tal es la historia de miles de familias. Jamás deberíamos perder de vista el hecho de que nuestros hijos, así como nosotros también, deberían servir para “la defensa y confirmación del evangelio” (Filipenses 1:7).
Estoy convencido de que, si sólo fuésemos llevados a considerar nuestras casas como un testimonio para Dios, ello produciría una profunda reforma en nuestra manera de gobernarlas. Buscaríamos entonces establecer un orden moral más elevado, no con el objeto de evitarnos disgustos o enfados, sino más bien para que el testimonio no sufra a causa del desorden de nuestras casas.
Mas no olvidemos que, para poder subyugar la naturaleza en nuestros niños, es menester primeramente subyugarla en nosotros mismos. Jamás podremos vencer a la carne mediante la carne. Sólo cuando la hayamos quebrantado en nosotros mismos, estaremos en condiciones de avasallarla en nuestros hijos.